Bajo la superficie
Dentro de lo que viene siendo una racha muy interesante y variada de películas de horror, La Presencia es una propuesta clase B neozelandesa que cumple y dignifica ya que saca partido de sus escasos recursos y mantiene la tensión a lo largo de su desarrollo…
¿Qué sería de nuestra vida cinéfila sin los investigadores paranormales, todo un gremio que le ha dado muchas satisfacciones a los espectadores que gustan del terror centrado en hogares acechados por ánimas en pena? La escala es muy amplia y va desde clásicos como La Casa Embrujada (The Haunting, 1963) y La Leyenda de la Casa Infernal (The Legend of Hell House, 1973), pasando por Poltergeist (1982), hasta las recientes La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013). En el fondo el subgénero nunca acusó recibo de la preeminencia del found footage y del fetiche hollywoodense para con “lo último de lo último” del arsenal tecnológico, ya que la misma vertiente patentó décadas atrás el binomio que se mantiene firme como su núcleo principal: siempre tenemos a un psíquico y a un equipo de asistentes que registran lo sucedido de manera rudimentaria.
Lejos de cualquier pompa mainstream y esos jump scares cronometrados de buena parte de la producción norteamericana, La Presencia (The Dead Room, 2015) es un film minúsculo neozelandés que entretiene en todo momento aprovechando al máximo su reducido presupuesto. La premisa es la misma de siempre: ahora es una compañía de seguros la que contrata los servicios de un trío de “cazafantasmas” para que determinen si realmente la residencia de turno está embrujada, en especial considerando que la familia que habitaba la casa salió espantada sin llevarse ninguna pertenencia. Nuestros paladines de la limpieza son Scott Cameron (Jeffrey Thomas), el veterano escéptico y líder del grupo, Liam Andrews (Jed Brophy), el especialista high tech, y Holly Matthews (Laura Petersen), la infaltable médium, hoy encargada de señalar en qué lugar de la morada se encuentra el ente maléfico.
Quizás lo mejor del guión de Kevin Stevens y el también director Jason Stutter es que nos ahorra ese típico prólogo insoportable en el que vemos cómo la existencia de unos burgueses aburridos se viene abajo por el acoso del espíritu inquieto, decidiendo en cambio comenzar el devenir directamente con la llegada de los investigadores paranormales. En consonancia con lo anterior, la obra tampoco se detiene en estereotipos para construir las “historias de vida” de cada uno de los tres personajes o acentuar sus diferencias y conflictos intrínsecos, porque aquí lo que importa es la posibilidad de que la vivienda esté maldita en serio y no desee recibir huéspedes. Dicho de otro modo, el realizador no da vueltas y se concentra en una puesta en escena minimalista basada en tomas interesantes, ruidos que van y vienen, algún que otro movimiento inesperado y una sensación de peligro bien dosificada.
En este sentido, La Presencia recuerda a los exponentes más dignos del cine de horror latinoamericano, aquellos que sin aportar nada particularmente novedoso al catálogo por antonomasia del género, por lo menos saben usufructuar los motivos más recurrentes para ofrecer productos muy loables que levantan el promedio de industrias nacionales poco desarrolladas (sobre todo en el campo del cine popular/ no festivalero), ratificando que es posible crear películas eficaces desde los márgenes. Stutter consigue buenas actuaciones de los protagonistas y apuntala un verosímil amable que jamás se siente forzado, un logro mayúsculo si consideramos que casi todo el presupuesto está condensado en los efectos visuales del desenlace. Esta habilidad para hacer mucho a partir de recursos escasos, una aptitud que se esconde bajo la superficie del relato, es el mérito distintivo de la propuesta…