La sombra de Claude Sautet parece proyectarse sobre este film delicado y conmovedor que parte de las cenizas de una ruina matrimonial para atender el relato de otra historia de amor, aún más intensa, más dolorosamente concluida y solamente conservada en el recuerdo. Que la acción actual -el diálogo entre el sesentón Pierre y Chloe, la mujer a la que su hijo acaba de abandonar- derive hacia la evocación del único gran amor que el hombre vivió y al que renunció por cobardía no es sólo un hábil recurso del guión: también permite sugerir alguna ligera confrontación entre dos historias parecidas pero sucedidas en tiempos distintos y observadas desde distintas perspectivas y proponer alguna reflexión sobre la actitud que cada uno asume frente la ruptura amorosa y más aún ante una pasión arrolladora y clandestina, el desorden que ella supone, el compromiso que implica y la elección que impone entre el coraje y el renunciamiento.
Tras un impecable comienzo que presenta sutilmente la situación y los personajes (Chloe comienza a culpar al lacónico Pierre por los defectos de su hijo), el hombre se abre a la confesión y le relata su inesperado encuentro con Mathilde años atrás. El amor se le impuso: él, casado, padre de dos hijos y muy cómodo en su plácida realidad burguesa, no lo buscaba, pero ahora que le ha mostrado el mundo bajo otra luz, no quiere perderlo. Su historia es una sucesión de encuentros casi siempre fugaces pero intensos en distintos lugares del mundo (ella es intérprete; él viaja por negocios). Una relación intermitente en la que Mathilde va imponiendo las reglas, convencida como está de que Pierre, aunque la ama, se resiste a abandonar la rutina confortable en que vivió casi toda su vida. El final se ve venir.
El film va y viene entre la acción y la narración de Pierre, pero es ésta la que ocupa el centro, si bien no está claro si esa narración es ilustrada tal como el hombre la vivió o si lo que se ve son los fantasmas que Chloe recrea en su imaginación. Al cabo de la charla, ni el suegro que se confiesa ya vacío ni la mujer abandonada que habrá examinado su desdicha con otra mirada son los mismos.
Probablemente tampoco lo sean los espectadores que se dejen envolver por la atmósfera intimista y sutil que logra Breitman en su puesta en escena con la ayuda de la luz de Michel Amathieu, por los finos matices que sabe descubrir en la conducta de sus personajes, quizás ideales pero alejados de cualquier sentimentalismo fácil (lo que remite al cine de Sautet) y por la formidable actuación de los intérpretes centrales (hay que añadir a Christian Millet, la esposa de Pierre, que brilla en una escena memorable). Si hay alguna flaqueza en el guión o algún titubeo en el ritmo, ahí está para compensarlo la maravillosa química entre un Auteuil, conmovedor como pocas veces, y la cautivante Marie Josée Croze.