El absurdo neokafkiano
Unos cuantos años pasaron desde que se dejaron de estrenar religiosamente en Argentina las películas del talentoso director y guionista surcoreano Kim Ki-duk, un romance que se inició con sus dos films más interesantes de comienzos de siglo, Primavera, Verano, Otoño, Invierno… y otra vez Primavera (Bom Yeoreum Gaeul Gyeoul Geurigo Bom, 2003) e Hierro-3 (Bin-jip, 2004), y que finiquitó por los caprichos de la cartelera argentina y los empresarios locales del sector. Lo cierto es que durante el último lustro y monedas el señor continuó con el mismo derrotero de siempre, una producción marcada por un promedio de un opus anual, lo que asimismo supuso que sus típicos desniveles cualitativos -los que lo acompañan desde sus primeros trabajos de la década del 90- también dijeran presente a lo largo de los años y en la idiosincrasia altisonante de cada una de sus aventuras en pantalla.
Aclarado el punto anterior, hoy podemos afirmar que la espera no podría haber valido más la pena porque este regreso es francamente memorable. De hecho, La Red (Geumul, 2016) es una pequeña obra maestra, una epopeya humanista como el propio Kim no entregaba desde hace bastante tiempo. Más allá de la eficacia del convite en sí, en esta oportunidad suma mucho la sorpresa que genera que nos encontremos ante una suerte de drama deudor de los engranajes del thriller político y no con lo que ha sido el producto paradigmático del asiático a la fecha, nos referimos a esa conjunción de lirismo, visceralidad expresiva, detalles costumbristas, naturalismo y algo -o mucho, depende de la ocasión- de filosofía budista. Es decir, aquí retorna el minimalismo al que nos tiene acostumbrados pero en vez de estar vinculado hacia el espíritu individual, el mismo busca un espacio de alcance social.
Como suele ser habitual en el cine del realizador, la premisa de La Red es sencilla y su desarrollo muy enrevesado y acorde con su pretensión de construir retratos complejos del alma humana: al pescador Nam Chul-woo (Ryoo Seung-bum), padre de una nena pequeña y casado con una mujer tan humilde como él, un día se le rompe el motor del bote que utiliza para ganarse el sustento cuando fuerza la ignición para que se libere su red de pesca de entre las hélices, circunstancia que deriva en que abandone involuntariamente las aguas de Corea del Norte, donde vive, hacia el sector surcoreano. Desde el primer momento en que toca tierra, es interpelado por las autoridades bajo la sospecha -y posterior acusación- de ser un espía enviado por el estado comunista, lo que provoca un martirio de sesiones de interrogación, más algunos detalles de tortura, para que se incrimine a través de falsedades.
A partir de esta simple excusa, Kim analiza el odio enraizado en ambas naciones y cómo los dos modelos son injustos, absurdos y neokafkianos debido a su obsesión con desautorizarse de manera recíproca y substituir la confianza con mucha paranoia: como si se tratase de una propuesta testimonial de Gillo Pontecorvo o Costa-Gavras, la trama se concentra en los intercambios entre Nam y dos de sus captores, el oficial interrogador (un hombre de tendencias fascistoides y una crueldad extrema, cual militar estadounidense) y su “cuidador” personal (un joven que se solidariza con los atropellos que padece Nam y se termina enemistando con el anterior). El cineasta hace foco en la estrategia -popularizada en la caza de brujas y las purgas durante la Revolución Cultural China- orientada a obligar a la víctima de turno a redactar una y otra vez su “historia de vida” en una hoja en blanco.
Con ecos lejanos de Joint Security Area (Gongdong Gyeongbi Guyeok, 2000) de Park Chan-wook, el otro gran análisis acerca del atolladero de la partición geográfica y la animadversión entre hermanos, La Red se hace un festín con las diferencias entre el modelo capitalista (superficial, plutocrático, manipulador, delirante, plagado de inequidades, etc.) y su homólogo comunista (autoritario, burocrático, tan manipulador como el precedente, menesteroso, con una supremacía fanática del culto a la familia gobernante, etc.), sacando a relucir la triste verdad de que las miserias humanas se parecen en todos lados y que las supuestas desigualdades insalvables son en el fondo una mascarada para que los parásitos de siempre de ambas administraciones sigan enquistados en la cúpula del poder político con el fin de mantener -mediante la fuerza- la pirámide social sin la más mínima modificación.
Kim logra una vez más ir del caso aislado hacia las conclusiones generales, una faena muy difícil de conseguir en el séptimo arte contemporáneo porque hoy predominan un esquema exasperante volcado al entretenimiento para adultos infantilizados y una perspectiva profundamente individualista que evita tratar las resonancias sociales de cada acción sobre nuestro presente. Esta apertura de nuevos terrenos para el director llega en el momento justo para salvar las papas del alicaído cine arty, ahora con un retrato brillante del ridículo detrás de toda la parafernalia bélica, gubernamental y de los servicios de inteligencia. El maravilloso nivel de diálogos y actuaciones nos devuelven al mejor Kim, el que sí sabe articular su existencialismo en opus de emociones a flor de piel, personajes porfiados, mucho dolor y una dosis exacta de ese preciosismo de sustrato crepuscular y casi onírico…