Duelo al anochecer
Ya sea producto de una conjunción planetaria, una jugada improvisada en el momento o un glorioso accidente de la distribuidora, el asunto es que no podemos más que festejar el hecho de que finalmente se estrene en salas del circuito tradicional La Reencarnación de los Muertos (Survival of the Dead, 2009), el último e hilarante eslabón de la saga de los cadáveres caminantes de George A. Romero. Hablamos de una propuesta de marcado espíritu “clase B” destinada sólo a los fanáticos del mítico cineasta, el resto del público debería abstenerse porque la ensalada puede resultar muy difícil de digerir: combinando la comedia, el western y el horror, el neoyorquino construye otra sátira de los Estados Unidos.
En esta oportunidad la ironía apunta a los pequeños feudos del interior, esas geografías lejanas que parecen escapar a la lógica caníbal de la metrópoli pero que siempre terminan convirtiéndose en un modelo a escala con ribetes fundamentalistas. Más allá del eterno detalle contextual del apocalipsis del título, ahora la aventura se centra en un conflicto de larga data entre los dos patriarcas que controlan la Isla Plum, en la costa de Delaware: mientras que Patrick O´Flynn (Kenneth Welsh) considera que lo “más sensato” es pegarles un buen tiro a los señores de ultratumba, Seamus Muldoon (Richard Fitzpatrick) en cambio opina que es “más humano” dejarlos encadenados por ahí en espera de una cura a futuro.
Por supuesto que con un arsenal de por medio nunca se iban a poner de acuerdo, situación que deriva en un exilio compulsivo hacia el continente para O´Flynn y su séquito. Aquel pelotón circunstancial que robaba a los protagonistas de El Diario de los Muertos (Diary of the Dead, 2007) hoy se transforma en el elemento unificador del relato: cuatro miembros desertores de la Guardia Nacional comandados por el Sargento Crockett (Alan Van Sprang) caen en una trampa del “viejo zorro” y eventualmente se suman a su proyecto de recuperar la isla, vengarse de Muldoon y refugiarse del caos. Con un ritmo frenético y personajes estupendos, la película reflexiona acerca de los distintos clichés de los géneros trabajados.
Sin lugar a dudas los intereses del realizador han ido mutando con el transcurso del tiempo: en La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968) objetó la participación norteamericana en la guerra de Vietnam, en la obra maestra El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978) lanzó sus dardos contra el consumismo actual y la cultura de la obsolescencia, en El Día de los Muertos (Day of the Dead, 1985) ridiculizó el militarismo fascistoide de la década del ´80 y en Tierra de los Muertos (Land of the Dead, 2005) atacó los embates imperialistas del clan Bush. Claramente el tono severo de la trilogía inicial contrasta con el más distendido de la segunda etapa en donde el humor se vuelve un fetiche.
Como sucedía en la entrada anterior en lo que respecta a los medios de comunicación y el mockumentary, aquí el retrato del egoísmo, la cobardía y la deshumanización se une a una estructura sarcástica que traza analogías en función de una serie de motivos juzgados paradigmáticos: en esta ocasión predomina el western clásico en términos narrativos con zombies que actúan como indígenas sin voz ni voto, un antihéroe con un corazón de oro, una camarilla de secundarios pintorescos, un “falso villano” que tiene la razón y un lobo con piel de oveja que se destapa como el peor de todos (cada referencia está acompañada de un subtexto, por suerte no encontramos citas posmodernosas que se agotan en sí mismas).
Romero sabe de sobra lo que quiere y por ello toma prestados los cimientos primordiales de Horizontes de Grandeza (The Big Country, 1958) de William Wyler para trastocarlos en una batalla magistralmente patética entre dos facciones -tan ciegas como hipócritas- que parecen seguir la senda de los republicanos (Muldoon) y los demócratas (O´Flynn): así la alimentación, vinculada a la “subsistencia” de los difuntos, adquiere preponderancia en este duelo nocturno en un corral en el que hombres y mujeres son reducidos a ganado con el cual experimentar. El creador de la extraordinaria Martin (1977), cumplidos sus 71 años, no aminora ni un ápice la marcha y una vez más saca a relucir su honestidad e independencia.