Casi no quedan directores como George Andrew Romero. Junto a John Carpenter, Wes Craven y David Cronenberg, supieron usar el cine de género (género fantástico y de terror, sobre todo) como un vehículo para hablar del mundo que nos rodea y, en especial, de nosotros mismos, de nuestro costado más oscuro y asqueroso. Y todo esto sin jamás dejar de entretener... ni de aterrar y perturbar.
La Noche de los Muertos Vivos, su ópera prima, tiene múltiples méritos: con ese blanco y negro de estética documental —alejada de las piezas góticas que se filmaban en ese tiempo— revolucionó el cine de horror allá por 1968; convirtió a los zombies en seres hambrientos de carne humana, creando un subgénero muy popular incluso en estos días; originó copias e imitaciones a granel; puso el nombre de su director en el mapa, y dio lugar a innumerables lecturas políticas y sociales. En aquella historia de un grupo de personas encerradas en una casa, resistiendo el ataque de cadáveres vivientes, se hablaba de la situación de los Estados Unidos y del mundo en general en esa época; una época turbulenta, pesimista (los asesinatos de John y Robert Kennedy y de Martin Luther King; la Guerra de Vietnam) y revolucionaria (el Mayo Francés). Un claro retrato de la tensión racial en Norteamérica se aprecia en el final: el personaje protagónico más heroico y único sobreviviente es negro y, OJO CON EL SPOILER, muere asesinado por otros humanos que o lo confunden con un monstruo o le disparan por su color, eso nunca se explica.
En sus siguientes películas de zombies, Romero siguió satirizando la peor cara de su país: la fiebre consumista y materialista, en Muertos Vivos: La Batalla Final (título argentino de Dawn of the Dead); el militarismo de la era Reagan, en El Día de los Muertos Vivos; la diferencia de clases sociales y el gobierno a través del miedo, al estilo George W. Bush, en Tierra de los Muertos y el poder de los medios de comunicación, en El Diario de los Muertos.
Si bien el director también mostró su acidez en otros de sus grandes films —The Crazies/Contaminator; Martin, el Amante del Terror; Creepshow y Monerías Diabólicas—, es en las películas de muertos caminantes donde más se nota su cínica visión de las cosas.
Y lo vuelve a demostrar en La Reencarnación de los Muertos.
En esta oportunidad, un grupo de soldados hartos de masacrar zombies escapan a la Isla Plum, que parece ser un lugar tranquilo pero, sobre todo, sin resucitados molestos. Error: además de las criaturas antropófagas, allí se está librando una batalla entre dos clanes de sobrevivientes. Los de O’ Flynn matan a todos los mordidos por las criaturas, sin importar el grado de parentesco. En cambio, los de Muldoon optan por preservar a sus amigos y familiares zombificados, a la espera de una cura. Como suele suceder desde La Noche..., los sobrevivientes son peores que la amenaza de ultratumba.
La Reencarnación... funciona como un western con muertos vivos. En la Isla Plum, la sociedad está regida por códigos dignos del far west. Los habitantes visten como vaqueros, montan a caballo, usan sombreros y disparan armas como las que usaba John Wayne. Tampoco faltan los tiroteos ni los duelos. La idea de los clanes enfrentados y la llegada de terceros remite principalmente a Por Un Puñado de Dólares, de Sergio Leone (a su vez, inspirada en Yojimbo, de Akira Kurosawa, que se inspiró en la novela Cosecha Roja, de Dashiell Hammett, y en la que se basó Walter Hill para Entre Dos Fuegos). Curiosamente, el cineasta identificado con el terror que filma westerns encubiertos siempre fue Carpenter.
En esta oportunidad, el blanco a criticar no es tan evidente, pero lo que queda demostrado sigue siendo lo mismo que las cinco películas anteriores: en situaciones extremas, las personas sacan lo más negativo de sí mismas. Locura, egoísmo, ira, resentimiento, delirio mesiánico, hacen que se comporten casi como animales (Este aspecto por lo general está plasmado en clave de humor negro y hasta absurdo, como cuando un humano pesca zombies usando una oreja como carnada). Sólo quienes logran trabajar en equipo son los que tienen más chances de permanecer cuerdos y vivos.
Una vez más, Romero nunca explica por qué los muertos se levantan para comer gente, detalle que sigue dándole a estos films un halo de misterio. A diferencia de la mayor parte de sus imitadores, la violencia no es gratuita, ya que el director se concentra en la historia y en los personajes y sus conflictos (aunque las actuaciones no suelen ser del todo geniales; y bueno, Romero no es Elia Kazan ni pretende serlo). Pero ojo, que sí hay gore: el especialista en efectos especiales sanguinolentos Tom Savini no está desde El Día..., pero su influencia se hace notar en el tercer acto, más que nada.
Hay detalles que bordean la parodia, como una chica zombie que monta un caballo, pero Romero se las ingenia para hacer verosímil lo que parece imposible.
Aunque estas películas no están directamente interconectadas, aquí hay una excepción. Al principio, los militares protagonistas se encuentran con los cineastas de El Diario... y les roban. También podemos encontrar referencias a El Día... —Muldoon quiere domesticar a los zombies para que coman carne de animales y no de humanos— y a La Noche...
Las fallas pasan por una innecesaria voz en off al principio y al final, y por un botín millonario que pintaba para ser clave en la trama pero casi queda en el olvido.
La Reencarnación... está lejos del nivel de La Noche... y Muertos Vivos..., pero demuestra que George A. Romero continúa en forma. A sus más de 70 años, sigue haciendo películas divertidas, sarcásticas, sangrientas, pero con contenido. Ojalá pueda liberar en los cines a sus muertos vivos (y a sus otras creaciones) por mucho tiempo más.