Banalidad bajo el mar
Que el mainstream contemporáneo está obsesionado con reflotar propiedades intelectuales del pasado, en especial las productos populacheros que profundizan la lobotomización general del público, porque no tiene ni una idea novedosa desde hace tres décadas no es precisamente una novedad, lo que sí continúa sorprendiendo es la estrategia insistente -ya bordeando lo maniático sediento de dinero fácil- de Walt Disney Pictures de seguir y seguir refritando películas de tiempos mejores a pura vagancia creativa y un conservadurismo que pretende homologar al cine a una atracción de los parques temáticos de la compañía, en el sentido del latiguillo capitalista/ estadounidense/ ultra idiota estándar de “¿qué pasaría si llevásemos el ecosistema animado a la realidad?”, pregunta a la par estúpida y capciosa porque todas las remakes resultantes incluyen una enorme cantidad de CGIs que desde el vamos terminan transformando el asunto en una estafa monumental porque en el mentado live action sólo queda una parte ínfima de la narración de turno, casi siempre condenada a un metraje en donde más de la mitad de la duración total está repleto de esa animación digital apestosa que ofrecen los grandes estudios norteamericanos de hoy en día, esquema en el que cualquier criterio de innovación formal, estilística o conceptual desaparece por completo ante una catarata de diseños redundantes, secuencias ya vistas mil veces, nulo cariño por la trama narrada y un sinfín de detalles odiosos más que suman al perpetuo déjà vu de la mediocridad omnipresente en el nuevo milenio a lo largo del mercado planetario.
Disney nos viene torturando desde El Libro de la Selva (The Jungle Book, 1994), opus de Stephen Sommers, y 101 Dálmatas (101 Dalmatians, 1996), de Stephen Herek, con su obsesión con las reversiones de clásicos animados, pensemos en la horrenda andanada de Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010), de Tim Burton, Maléfica (Maleficent, 2014), de Robert Stromberg, La Cenicienta (Cinderella, 2015), de Kenneth Branagh, El Libro de la Selva (The Jungle Book, 2016), de Jon Favreau, La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 2017), de Bill Condon, Dumbo (2019), otra más de Burton, Aladino (Aladdin, 2019), de Guy Ritchie, El Rey León (The Lion King, 2019), también de Favreau, La Dama y el Vagabundo (Lady and the Tramp, 2019), de Charlie Bean, Mulan (2020), de Niki Caro, Cruella (2021), de Craig Gillespie, Pinocho (Pinocchio, 2022), de Robert Zemeckis, y Peter Pan & Wendy (2023), de David Lowery. El último eslabón de la cadena del suplicio es La Sirenita (The Little Mermaid, 2023), un nuevo intento de Rob Marshall de recuperar la destreza demostrada en el campo de los musicales en ocasión de Chicago (2002), su ópera prima, redondeando con la presente la friolera de cuatro bodrios insufribles que se completan con Nine (2009), En el Bosque (Into the Woods, 2014) y El Regreso de Mary Poppins (Mary Poppins Returns, 2018), amén de obras tradicionales y un poco mejores, Memorias de una Geisha (Memoirs of a Geisha, 2005) y Piratas del Caribe: Navegando Aguas Misteriosas (Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, 2011).
A diferencia de la película original de 1989 de Ron Clements y John Musker, odisea que marcó un mínimo renacimiento creativo para el estudio de Mickey Mouse porque venía de una década como los 80 de decadencia indisimulable que se corta gracias al gran éxito de ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, 1988), joya de Zemeckis y Richard Williams, La Sirenita en versión live action es un mamotreto de 135 minutos que se las arregla para destruir el encanto pueril de los apenas 83 minutos del opus primigenio, dando a entender una vez más que el Hollywood actual confunde cantidad con calidad y por milésima vez ofrece una copia milimétrica de lo ya hecho aunque con algún que otro agregado banal en materia de las canciones, alargando innecesariamente muchas secuencias intermedias, “oscureciendo” el tono de algunas situaciones -desde la perspectiva bobalicona y demasiado autoconsciente del marketing del Siglo XXI, por supuesto- e introduciendo cambios de idiosincrasia woke tontuela como primero transformar a la protagonista en una sirena negra, segundo ya no hacer que abandone su hogar, el mar, en pos de un macho sino de una suerte de curiosidad general/ relativista en torno al universo de los humanos/ la superficie, tercero otorgarle al galán blanco, un príncipe, una improbable madre adoptiva negra y para colmo reina, bautizada Selina (Noma Dumezweni), y cuarto ponderar a la ninfa como la heroína que mata a la villana bajo la idea de quitarle ese lugar al noviecito, pavadas que no molestarían tanto al público si el film fuese interesante y este no es el caso.
La historia, basada muy libremente en el cuento de hadas homónimo de 1837 del danés Hans Christian Andersen, vuelve a ser la misma con Ariel (Halle Bailey) como la linda hija menor del Rey Tritón (Javier Bardem), el cual le prohíbe subir al mundo de los humanos porque la madre de la chica fue asesinada por bípedos inmundos, situación que de todos modos deriva en curiosidad, pelea con el progenitor y un pacto con la malévola y desterrada tía de la joven, Úrsula (Melissa McCarthy), una bruja del mar que le quita su voz de sirena y le entrega piernas que reemplazan a su cola de pez durante tres días para que selle el amor con un príncipe de estirpe anglosajona, Eric (Jonah Hauer-King), mediante un beso que la convertiría en humana de manera permanente, caso contrario será propiedad de su tía cual venganza contra Tritón, a quien pretende extorsionar para que le pase el mando del reino subacuático en cuestión, Atlántica. Bailey cumple dignamente aunque da un poco mucho de vergüenza ajena ver a Bardem rebajarse al nivel de la fauna actoral norteamericana y sobre todo del paupérrimo guión de David Magee, el mismo de El Regreso de Mary Poppins y un profesional que no consigue aportar ni una pizca de novedad o atractivo a los personajes principales o los cómicos secundarios símil el cangrejo Sebastián (Daveed Diggs), el pez tropical Flounder (Jacob Tremblay) y el alcatraz Scuttle (la demasiado sobreactuada Nora Lum alias Awkwafina), lo que nos deja con otro producto calamitoso e inflado saturado de sentimentalismo berretón, aventuras en piloto automático y un artificio digital anodino…