La nueva versión de La Sirenita, clásico animado inspirado en el cuento de Hans Christian Andersen comienza con una frase del autor. “Una sirena no tiene lágrimas, y por eso sufre muchísimo más”, presagia la cita con una densidad que nunca termina de concretarse en esta adaptación con actores de aquel dibujo animado que arrancó el resurgimiento de Disney a finales del siglo pasado.
El estudio está embarcado hace rato en repasar los clásicos animados de esa época, como La Bella y la bestia o El Rey León, en una versión fotorrealista, que le sienta un poco mejor al universo submarino de La Sirenita.
El director Rob Marshall consigue que ese mundo acuático sea vistoso, aunque carezca del impacto audiovisual de la reciente Avatar: El camino del agua. El cineasta se zambulle en La Sirenita sin alejarse de entrada demasiado de la versión anterior, como quien necesita nadar cerca de la orilla para sentirse seguro, pero busca su rumbo al agregarle casi una hora de película a los 83 minutos originales.
La historia es prácticamente la misma y se repite gran parte de los números musicales. Ariel (la sirenita) desoye las advertencias de su padre Tritón sobre su fanatismo por los humanos y, en pos de conquistar al príncipe Eric que rescata de un naufragio, termina hechizada por su tía Úrsula, quien le da piernas y le quita su voz.
Los principales cambios tienen que ver con adaptar el relato a los tiempos que corren.
Si el tono siniestro del cuento original estaba considerablemente lavado en la versión de los '80, esta adaptación se encarga de purificar todavía más las aguas. Apenas queda esa Úrsula, que interpreta Melissa McCarthy, para imponer algo de tenebrosidad entre tanto colorinche. Y la actriz lo consigue sin resignar ese tono camp de la villana inspirada en la icónica drag queen Divine.
Marshall agrega un rap entre las canciones nuevas, se detiene en los intereses genuinos de Ariel más allá del amor por el príncipe, elimina al estereotipado chef Louis e incluye una reina negra como madre del príncipe Eric, que por supuesto ya no es aquel macho alfa de fines de los '80 y hoy día necesita el rescate de la protagonista por partida doble.
El director de Chicago transmite cierta falta de imaginación al forzar demasiado algunas de estas cuestiones, sobre todo a la hora de detenerse en el trasfondo moral que atraviesa la película.
El enfrentamiento entre hombres y criaturas marinas enseguida trasciende el especismo para convertirse en una metáfora del racismo y la xenofobia. La angustia adolescente de Ariel de repente se ve atravesada por la mirada social contemporánea, que se lleva puesta lo que parecía una película de crecimiento centrada en el conflicto entre padre e hija.
Halle Bailey hace lo que puede en la piel de Ariel, que al quedarse sin voz expone las limitaciones de la actriz.
Javier Bardem, en cambio, parece sentirse a gusto como el sobreprotector Tritón que mira de reojo a la humanidad. El actor luce peluca y barba en un look incluso más ridículo que aquel corte taza de Sin lugar para los débiles, pero el plano de su aparición final, con todo ese pelo falso en una obvia pileta, transmite más realidad que las trabajadas texturas de las colas de sirenas generadas por computadoras.
El cangrejo Sebastián tal vez sea el personaje más forzado en esa búsqueda de verosímil realista en la imagen.
Esta falsedad visual tiene su punto más atractivo en un esperanzador final multicolor con mensaje inclusivo, con un concepto sobre la identidad propia ideal para volverse de culto dentro de la comunidad trans, pero en las antípodas de la oscuridad que transmite la frase de Christensen con la que arranca la película.