Hace poco más de diez años, en la provocativa, ácida y perturbadora Felicidad , el cuadro desesperanzado de Todd Solondz pintaba con implacables trazos del humor más negro el crítico panorama de una clase media en la que la disfuncionalidad era el rasgo común, los conflictos en torno del sexo se presentaban en una variedad infinita y las relaciones entre los seres humanos parecían fatalmente condenadas al fracaso.
La vida en tiempos difíciles no es exactamente una secuela, sino más bien una puesta al día del estado de aquellos personajes, como si el autor hubiera decidido salirles al paso para observar cómo han evolucionado, qué han hecho con sus conflictos, pulsiones y perversiones, si han intentado intervenir en ellos, despreocuparse, hacerles frente, esconderlos, o si todo lo que ha estado a su alcance han sido cambios meramente superficiales y en el fondo siguen siendo esas mismas criaturas monstruosas y al mismo tiempo desdichadas que despertaban una ambigua e incómoda empatía en el espectador.
Algo de esto sugiere el film desde el principio: los personajes siguen siendo básicamente los mismos, pero aparecen representados por otros intérpretes. Es posible que en última instancia sigan siendo los maliciosos modelos cuyas miserias destapaba Solondz para insinuar que la gente respetable no está tan lejos como cree de la crueldad de un asesino, un violador, un pedófilo o un acosador telefónico, pero si la visión sigue siendo pesimista, la necesidad que parece predominar en los personajes (que ahora traen en el rostro las marcas de la fatiga) es la búsqueda del perdón. La risa contiene ahora más desesperación que cinismo. Un puñado de escenas bastan para percibir esta inédita pizca de compasión en la mirada de Solondz (quizá se trate de maduración). En el comienzo, a poco de salir de la cárcel donde cumplió una pena por pedofilia, el psicoterapeuta que ahora interpreta Ciarán Hinds tiene una aventura sexual con una mujer solitaria y brusca (Charlotte Rampling, admirable), que sólo espera de un hombre que sea "normal". Ella también es un monstruo y lo asume. Más adelante, el mismo hombre, abrumado por la culpa, intenta recomponer la relación con su hijo mayor, perseguido por la idea de haber heredado sus tendencias. Son dos escenas de intenso dramatismo, y las dos, aunque diversas, generan emoción. No es un elemento habitual en el cine de Solondz.
El perdón y el olvido (¿la redención?) aparecen a menudo en los diálogos ("Sólo los perdedores piden perdón", dice alguien. "Sólo los perdedores lo necesitan", le contestan), con el sello de Solondz. Pero la desesperación de esa búsqueda -y la carga de humanidad que de ella se desprende- se expresa con mayor elocuencia en las conductas de la mayoría de los personajes, más allá de que muchos de ellos bordeen el estereotipo.
Hay notables aciertos en lo visual (determinantes en los cambiantes climas de una historia que más allá de su ilación argumental se parece bastante a una suma de episodios) y sobre todo en la dirección de actores, entre los cuales descuellan Allison Janney, los citados Hinds y Rampling y el joven Dylan Riley Snyder, cuyo inminente Bar Mitzvah justifica la reunión de la familia.