Sobre la Confitería del Molino, el mítico edificio de Callao y Rivadavia, "parece que hubiera mucho que decir, pero nadie que lo diga", concluye Daniel Espinoza García, el chileno que llegó a Buenos Aires en 2006 para estudiar cine y tras mucho trajinar por conseguir una vivienda logró que le alquilaran -pagando seis meses por adelantado, ya que no tenía posibilidad de hacerse de una garantía- un departamento en esa emblemática y ruinosa construcción, que hace pocos días dio otro paso en procura de su recuperación. Declarado patrimonio de la ciudad en 1997, el mismo año en que cerró "por vacaciones" para no volver a abrir más sus puertas, su expropiación cuenta ahora con media sanción del Senado, ya tiene dictamen favorable en Diputados y podría convertirse en ley si, como se asegura, tal es el deseo manifiesto de todos los bloques.
Espinoza García vivió allí dos años, y no fue ni es el único. Otros visitantes latinoamericanos, muchos de ellos volcados a intereses culturales o artísticos, lo han ocupado u ocupan, "pero nadie sabe en calidad de qué". Son muchos misterios los que rodean la realidad de una de las confiterías más famosas de la ciudad; hay probablemente más leyendas, conjeturas y fantasías que informaciones veraces sobre las razones por las cuales el edificio entero ha llegado a su actual estado de abandono.
En los dos años que permaneció en el edificio, el cineasta chileno, a quien nadie le creía -según cuenta- cuando daba los datos de su domicilio, se colmó de infinidad de interrogantes, muchos de los cuales aún no tienen respuesta.
No obstante se empeñó en desarrollar una investigación exhaustiva, y para ello consultó no sólo con arquitectos, especialistas, pensadores y funcionarios como Luis Grossman, Rodolfo Livingston, Esteban Ierardo o Samuel Cabanchik, sino también con quienes habitan el lugar o lo frecuentaron y quienes aportan sus ideas para el esperado día en que su recuperación se haga posible.
Tampoco se remitió a reconstruir -hasta donde pudo- la historia del Molino, sino también a internarse en su vínculo con la idiosincrasia argentina y a interpretar sus valores, que no son sólo de carácter arquitectónico.
Que su historia sea pródiga en misterios se explica, entre otros motivos, porque ni la familia Roccatagliata ni sus representantes quisieron participar de la película, por lo que tampoco nada se sabe de las razones por las cuales mantienen el edificio en las condiciones en que está.
Teniendo en cuenta lo complejo del tema y las dificultades que su realizador debió enfrentar para concretar el film, se comprende que la exposición resulte en algunos casos algo desordenada o confusa, pero sin duda hay en la película imágenes que justificarán con creces el interés del espectador.