Las películas acerca de familias separadas, contadas desde el punto de vista de los hijos, y en clave de comedia dramática, ya constituyen un subgénero con buena cantidad de adeptos. Para poder destacarse por sobre las demás, cada una debe tener corazón, alma, una cualidad que permita vislumbrar su autenticidad. Las buenas intenciones brilla porque cuenta con esos indispensables requisitos.
Ambientada en 1993, la historia tiene como eje a Aman (Amanda Minujín), la hija preadolescente de un padre rockero (Javier Drolás) y una madre más formal (Jazmín Stuart). La joven y sus tres hermanitos menores ya están acostumbrados a la rutina de pasar un tiempo con cada uno. Lo más divertido siempre viene del lado del progenitor: un músico que también es responsable de una disquería y lleva una vida bohemia entre cerveza, amigos y partidos de su adorado River Plate. Pero todo se altera cuando la madre anuncia su decisión de irse a vivir a Paraguay con su nueva pareja (Juan Minujín) y los chicos. Una situación difícil para Aman, que no quiere estar tan lejos de su padre, y una cuestión especial también para él, que adora a sus hijos y deberá dar un gran paso en su vida.
La directora Ana García Blaya se basó en su propia niñez, junto a sus hermanos y a su padre, Javier García Blaya (integrante de la banda Sorry). El resultado es un tributo personal a una época, que genera un cariño inmediato gracias a personajes entrañables. Sobre todo, el homenaje a un padre como el que muchos quisieran tener, que no por ser algo inmaduro deja de ser responsable cuando se trata de sus hijos.
Además de la historia de ficción, la directora agrega fragmentos rodados en Super 8 que pertenecen a su propia vida. Un detalle emocional, que por momentos queda descolgado, principalmente cuando también se recurre a filmaciones caseras de los actores interpretando a sus personajes.
Amanda Minujín se roba sus escenas, convirtiéndose en la revelación de la película; al igual que Carmela Minujín, que hace de su hermana, ambas son hijas del consagrado Juan. Por su parte, Javier Drolás compone a otro antihéroe querible, uno de los padres más encantadores del cine argentino. Las escenas que incluyen a ambos son las más dulces, graciosas y emotivas del film.
Las buenas intenciones funciona como un coming of age tanto por el lado de Aman como del padre, y lejos de ser un mero ejercicio de nostalgia ombliguista, envueve al espectador con sus emanaciones de ternura y simpatía.