Elogio de la resistencia:
En tanto seres hablantes, la sexuación es asunto de invención singular y la adolescencia es un momento fecundo en lo que hace al despertar sexual. Para cada quien se trata de arreglárselas con el goce en el cuerpo propio y con el partenaire. ¿Pero cómo inventar la propia sexuación cuando la fijeza de las determinaciones del entorno social no admite disidencias? En torno a estas cuestiones transita Las mil y una (2020), segundo largometraje de la realizadora argentina oriunda de Corrientes Clarisa Navas.
En un entorno eminentemente patriarcal y cuando se vive en condiciones de hacinamiento y de escasos recursos, una sexualidad disidente sólo puede ser vivida a escondidas, en los recovecos que se encuentran en el laberinto de pasillos. Pero al mismo tiempo, la clandestinidad que cobija puede resultar peligrosa cuando se trata de iniciarse en el deseo homosexual. La directora hace de Las mil (barrio de monoblocks vulnerable, en la periferia de Corrientes) un personaje clave en la película, el cual se acompaña de un interesante trabajo con la luz que puntúa, lo que es posible mostrar y lo que se esconde en la oscuridad de sus escaleras, pasadizos y portones.
Iris (Sofía Cabrera) se presenta como una rareza. Desgarbada y de formas andróginas, su interés principal es jugar al basquet, viste principalmente ropa deportiva y no porta atributos de maquillaje o accesorios apunten a dirigirse al deseo del varón. Comienza a sentirse atraída por Renata (Ana Carolina García), una joven a quien recuerda de jugar en la cancha de basquet cuando eran más pequeñas. Renata ha vuelto recientemente al barrio, tras separarse de la pareja con quien vivía en Paraguay.
El contraste entre ambas jóvenes -la tímida e insegura iniciada y la desenvuelta y directa experimentada- está muy bien trabajado desde la composición actoral y la disposición corporal de cada una de las actrices, plasmándose de manera hermosa en la primera conversación en el colectivo. Allí Iris da cuenta de su impoluta inexperiencia, de su momento de exploración y tránsito hacia una invención sexuada: mira de reojo, se toca la cara reiteradamente y se refiere a sí misma como “un ángel”. Esta nominación es retomada en adelante por Renata cuando le escriba textos o le envíe audios para verla, palabra amorosa que hace entrar en resonancia este film con Carol de Todd Haynes.
La directora realiza un agudo retrato del entorno social opresivo y violento, manteniendo una mirada cruda y directa que evoca el realismo de Campusano. En Las mil…, los jóvenes en general no tienen proyección de futuro. Como Iris, la protagonista, muchos ya no concurren al colegio y descreen de la educación como herramienta de progreso social. En este entorno de desencanto que para los varones se reduce a juntarse a tomar alcohol y para las mujeres al destino de la maternidad a temprana edad, el disfrute de la sexualidad, el orgullo de los cuerpos, es la manera de aferrarse a algo del orden de la vida.
El acento fuertemente patriarcal del barrio está planteado acertadamente por la directora a través de las experiencias homosexuales de Darío (Mauricio Vila) y Ale (Luis Molina), los primos y aliados de Iris. Lo que ocurre a escondidas permite un relajamiento de lo reprimido; sin embargo se toma al partenaire como objeto de posesión, se practica el sexo de manera violenta o se humilla al diferente entre varios, e incluso se lo viraliza. Se trata de formas de duplicación de la desigualdad de género en el seno de las relaciones homosexuales, donde demostrar el sometimiento del otro varón es una manera de reforzar la identificación viril.
Esto asimismo se expresa mediante el chismorreo moralista en torno a Renata (que es sexualmente promiscua, tiene HIV y se droga), impiadoso con las vidas menos favorecidas como las travestis y transexuales del barrio. También se observa la violencia con que los hombres toman a las trabajadoras sexuales, expresando así su odio hacia el deseo femenino que vive a contramano del clásico proyecto familiar heteronormativo.
Para Iris, involucrarse afectivamente con Renata implica el desafío de deponer los prejuicios que impone la moral social conservadora y de abrirse paso al despertar homosexual en un ambiente hostil, dispuesto a jugarle las mil y una, como reza el título. Pese a lo adverso, hay pequeños resquicios por donde se cuelan momentos de ternura, de alegría y de unión en la libertad de los cuerpos. Por allí fulgura el luminoso conjuro de la fuerza de las disidencias.