Todo marcharía viento en popa en el suntuoso departamento parisiense de Jean-Louis, el compuesto caballero francés socio de una financiera, si no fuera porque la anciana criada que lo vio nacer y la burguesísima dama que tiene como esposa se llevan como perro y gato. Y ya se sabe cómo terminan esas guerras. Total, que la empleada da el portazo y la rubia señora, tan ocupada siempre con sus pedicuros y sus cócteles, comprende que deberá buscarle reemplazo, salvo que quiera enfrentar un futuro de pesadilla donde la esperan pilas de camisas para planchar, lavarropas desbordantes de espuma y cristaleros donde nada brilla.
Felizmente estamos en 1962 y hay una solución a la vuelta de la esquina: el servicio doméstico está copado por inmigrantes españolas que son trabajadoras, limpias, honestas, siempre muy vivaces y en algunos casos también lindas. Como María, que reúne todas esas condiciones y naturalmente logra que Jean-Louis la contrate de inmediato. Sin proponérselo, la muchacha también tenderá el puente entre el señor y las compatriotas que, como ella, sirven en viviendas similares y duermen en los estrechos desvanes del piso de arriba, el sexto, territorio cuya existencia los amos parecen ignorar.
Como Phillipe Le Guay quiere hacer un film optimista a toda costa, poco importa que haya que recurrir a lugares comunes, añadir pintoresquismos, olvidar la coherencia en la conducta de los personajes y desentenderse de la verosimilitud. Esto tiene que ser una fábula amable, complaciente, colorida, con cierto tono nostalgioso de fondo y unas pizquitas de emotividad. Un par de apuntes superficiales darán cuenta de que casi todas las españolas traen alguna marca de la Guerra Civil, que ni esa ni otras desdichas (entre ellas la de estar lejos de los suyos y vivir en esos cuchitriles, que el generoso señor se encargará de adecentar) les quitan la alegría de vivir, y que esa vitalidad puede ser tan contagiosa como para derrumbar barreras de clase, dar lecciones de vida, promover la hermandad universal y distribuir democráticamente la felicidad. Así son los cuentos de hadas: ahí está el eterno ejemplo de Cenicienta.
Aquí hay varias, todas simpáticas y bienhumoradas y están interpretadas por un grupo de desenvueltas actrices españolas con Carmen Maura a la cabeza. El humor, el buen ritmo y la música ayudan a perdonar tanto convencionalismo y también lo hacen la belleza de Natalia Verbeke y el desempeño de comediantes como Fabrice Luchini y Sandrine Kiberlain, la única que intenta la vena satírica que la historia pedía