De la saturación corpórea de La Noche a la abulia asumida en Familia, Edgardo Castro finaliza su “trilogía de la soledad” desapareciendo por completo de la escena para involucrarse más que nunca en el detrás de cámara. “Las ranas” a las que alude del título son -en la jerga carcelaria- mujeres que visitan y acompañan desde lo afectivo a los presidiarios. Suelen estar involucradas en el contrabandeo de drogas, celulares, cigarrillos o lo que sea que necesiten. Ofrecen su consuelo maternal sin ser sus madres. Ofrecen sus cuerpos y sus besos sin ser sus novias, sus amantes o sus prostitutas. No forman parte de la familia oficial y por eso, los visitan en otro horario, por separado, a solas. Invisibles y esenciales, las ranas son las que recargan las energías hasta la próxima semana. Ocupan el margen y ese margen es lo que el documental busca traer al centro a partir del registro del presente de una de ellas. La protagonista es Bárbara, una joven de 19 años, madre de una beba, que vive en una modesta propiedad junto a otras personas en un barrio de casas bajas ubicado “del otro lado” de la Gral. Paz. La escena que introduce Las ranas tiene lugar en el patio de esa vivienda y marca un poco los principios de la película. Hay una olla al fuego, gente alrededor y música sonando. Y entre esos cuerpos, está la cámara, como un participante respirando el humo y el espíritu de comunión. Luego se distrae con la madre que le da la teta a su hija y salvo contadas excepciones, no se despegará jamás de su protagonista. Rara vez le da aire para situarla en contexto, pero si puede, no la abandona. La escolta como un ángel de la guarda que la persigue sin entrometerse. Esta pasividad que bien podríamos llamarla respeto -porque si hay algo que exige el sacrificio de Bárbara o del resto de las ranas es mínimamente un llamado al silencio- libera a la película de caer en cualquier prejuicio, estereotipo o moralina autoindulgente.
Las opresiones que el cine de César González se ensaña en subrayar, en un legítimo acto de venganza hacia una burguesía a la que recién ahora le ha llegado el turno de ser ridiculizada, no son acá una preocupación, algo a descubrir o que deba ser revelado. A Edgardo Castro, en cambio, no le interesa recalcar nada. Tal vez le basta con filmar los trayectos que Bárbara realiza desde el conurbano bonaerense para poner de manifiesto las dificultades que implica habitar una geografía periférica. Primero, viajará a la Ciudad de Buenos Aires donde la vemos, se gana la vida vendiendo medias. Y ahí donde Diagnóstico esperanza (2014) de González remarcaba la invisibilización del vendedor ambulante a través de un plano general interrumpido por el paso apresurado de los transeúntes, Las Ranas lo que hace es pegársele detrás y seguirla en su perseverante avanzada hacia potenciales compradores. El siguiente trayecto ya tiene como destino la penitenciaria. Antes, la vemos de noche junto a otras mujeres aguardando en una vereda lo que después se nos revela como el micro que las trasladará a la cárcel. Castro les da el tiempo que necesitan a las escenas para que se aclaren solas de modo que, por momentos, las situaciones quedan en una zona indefinida, indeterminada, a medias, que nos hace sacar conclusiones apresuradas sobre quiénes son y qué hacen estas chicas a esa hora y en ese lugar. Cuando llegan, la prisión se relaja. Los reclusos las esperan con comida y el agua lista para el mate. Solo hay lugar para los mimos, los abrazos o un silencio que igual acompaña. De fondo, la cumbia romántica sigue sonando como la banda sonora que viene por defecto con la imagen. El salón de visitas se infla de un espíritu que poco tiene que ver con lo que uno podía imaginar que es una cárcel. El espacio es el respiro semanal. La conexión con el afuera. Y cuando llega el día, los presos se alegran, por ellas y por eso que traen escondido en sus vaginas. Porque si hay algo que las ranas saben hacer bien es escabullirse, de la ley, de las etiquetas y a veces, sin buscarlo, también del amor.