Una poética meditación sobre los ciclos de la vida, en esta inolvidable película de Michelangelo Frammartino
Un film sin actores, sin música, sin diálogos; un film que prescinde de cualquier convención de género, que trabaja sobre un terreno semidocumental pero se permite las libertades de la ficción; que se desentiende de la concepción antropocéntrica de cualquier cuento hasta casi suprimir la presencia humana, y sobre todo, una obra que pide al espectador un esfuerzo de atención, una participación a la que nos hemos desacostumbrado, ejercitados como estamos en un cine que nos lleva de la mano y nos entrega todo procesado como a criaturas incapaces de valerse por sí mismas.
No se trata de tener que descifrar complejas construcciones intelectuales, sino todo lo contrario: lo que hace falta es una mirada pura, una sensibilidad abierta -el detalle, todos los detalles son aquí significativos-, una percepción pronta para captar y saborear en toda su hondura lo que las maravillosas imágenes de Michelangelo Frammartino transmiten y sugieren acerca del incesante espectáculo de la vida, del hombre y su vínculo con la naturaleza. En los términos más simples y puros, sin asomo de presuntuosidad. Y con un sentido plástico y una coherencia narrativa capaz de tejer los hilos de una ficción sin otros recursos que el admirable empleo de una banda sonora en la que las palabras apenas se perciben como rumores ininteligibles y predominan los ruidos de la naturaleza.
Primer acierto: el realizador milanés buscó para esta meditación poética el mundo arcaico de un remoto pueblito de la Calabria. El título (y la idea) provienen de un concepto atribuido a Pitágoras según el cual hay cuatro vidas en cada ser: mineral, vegetal, animal y humana. La estructura es muy simple y adhiere a la idea de lo cíclico: empieza con un gran horno en el que se obtiene carbón de leña, sigue con el trajinar cotidiano de un viejo pastor que confía en que los poderes del polvo que recoge en una iglesia servirán para curarle la tos que lo atormenta. La muerte de éste coincide con el nacimiento de una de sus cabras, que pasará a integrar el rebaño de otro pastor, hasta que un día pierda contacto con sus congéneres y tras mucho deambular termine encontrando refugio bajo un árbol enorme, el mismo que algún tiempo después será derribado para celebrar un rito de origen pagano y más tarde convertido en leña.
Conviene aclarar que el esfuerzo de atención que la película pide ("el film existe sólo gracias a la decodificación del público", dice el director) tiene su muy generosa compensación: esta historia con sucesivos y heterogéneos protagonistas (un anciano, un perro, una cabra, un árbol) proporciona emoción, humor, considerables dosis de ironía y un inusual vuelo poético. Además de un plano secuencia inolvidable no por su alarde de virtuosismo sino por la riqueza de su síntesis, fruto sin duda de una escrupulosa elaboración.