Los animales no deberían comportarse como las personas.
No sólo estamos frente a la mejor película de Andrey Zvyagintsev hasta la fecha sino que incluso podemos afirmar que Leviathan (Leviafan, 2014) constituye una síntesis de su carrera, con una primera mitad centrada en un retrato agridulce de la sociedad rusa contemporánea símil Elena (2011), un segundo capítulo rebosante de metáforas bíblicas en sintonía con su ópera prima El Regreso (Vozvrashchenie, 2003), y una ambición formal que nos retrotrae a la también extensa The Banishment (Izgnanie, 2007), cuyos problemas narrativos en esta oportunidad han sido corregidos y metamorfoseados en una multiplicidad de capas retóricas que ponen en cuestión el acervo moral de los países del Tercer Mundo.
Combinando la fábula de Job y el periplo del norteamericano Marvin John Heemeyer, un hombre que en 2004 terminó destruyendo parte del ayuntamiento municipal de Granby, en Colorado, a raíz de una disputa con las autoridades locales, aquí Zvyagintsev conserva su pulso impávido característico para ofrecernos el devenir de Kolya (Aleksey Serebryakov), un mecánico al que el intendente Vadim (Roman Madyanov), un adalid del despotismo, desea echar de su hogar para demolerlo y utilizar el terreno para otros fines. La tragedia se asoma a partir de una serie de sucesos que comienzan con la llegada de Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), antiguo compañero del ejército de Kolya y abogado prominente de Moscú.
Si bien siempre estuvo presente en la obra del director esa energía contenida producto de un diapasón vinculado al realismo seco, éste solía quedar preso en la jaula de las alegorías de la historia. Hoy se dejan de lado las jerarquías entre ambos niveles y se genera una especie de igualación que en todo momento impide la supremacía absoluta de un estrato por sobre el otro. Los frutos cualitativos de esta estrategia del cineasta son formidables, abarcando tanto un incremento de la tensión en determinadas escenas (en especial las relacionadas a la dialéctica de los “aprietes” superpuestos entre Vadim y Dmitri) como una focalización más diáfana e inclusiva para con el espectador (la tonalidad a la Andrei Tarkovsky está licuada).
Desde ya que el Leviatán al que hace referencia el título no es otro que el aparato estatal, cuya voracidad y corrupción siguen empardadas a la iglesia ortodoxa según el realizador, por lo menos en lo que respecta a la hipocresía de los pequeños enclaves del interior. El cúmulo de calamidades por las que atraviesa Kolya, sólo por el hecho de osar defenderse de una administración que considera a los recursos del patrimonio público y privado como propios, trae a colación la singularidad del desfalco gubernamental (paso del régimen soviético a un capitalismo tan o más putrefacto) y una andanada de reflexiones sobre la degradación ética (las cuales van más allá de la estepa rusa y nos tocan de lleno en el sur).
La madurez de Zvyagintsev resulta evidente en cada uno de los fotogramas del film, desde la introducción de chispazos de ironía hasta la presencia de planteos existenciales con ecos de Fiódor Dostoyevski. La parábola del “ciudadano común” que se ve carcomido por su entorno, en el cual depositó su confianza sin darse cuenta que el hombre es la criatura más peligrosa de la naturaleza y aledaños, está puesta al servicio de una vehemencia humanista que se mantiene expectante a pesar del bombardeo dramático, curiosamente alejada de ese fatalismo prototípico del cine arty y hermanada a una suerte de contemplación sardónica, comparable a la sabiduría que regala la experiencia cuando consigue escapar de la abulia…