Una visión despiadada e imponente.
Como en El regreso, su ópera prima, y en Elena, su film más conocido, el retrato frío, implacable, riguroso de la Rusia actual, brutalmente expuesto o filtrándose metafóricamente en ambientes, personajes y situaciones, está presente en este crudo drama que abunda en referencias críticas a la realidad, al tiempo que construye una suerte de relectura moderna del libro de Job. El poderoso hechizo de las imágenes que desde el principio describen el desolado rincón del noroeste de Rusia junto al mar de Barents donde transcurre la historia -con sus despojos de otra época (casas destruidas, embarcaciones destripadas, y hasta el gigantesco esqueleto de una ballena que no puede sino asociarse con el mítico monstruo marino del título)- ya transmiten el sentido de desesperanza existencial y de soledad total que abruma al hombre y que domina el film entero.
La imponente grandiosidad del paisaje contrasta con la relativa pequeñez del drama humano. Si en el relato bíblico, Job, el rico y piadoso mercader, es despojado de sus bienes y perseguido por la enfermedad y por toda clase de desgracias, pero aun así renuncia a maldecir a Dios y cuya resistencia lo ha hecho símbolo de la fortaleza para superar todas las dificultades, el protagonista de Leviathan, un mecánico que vive en una casa junto al mar, con su joven esposa (víctima de la tediosa vida de provincia y trabajadora en una planta procesadora de pescado), y Roma, su hijo quinceañero fruto de un matrimonio anterior y en plena edad de rebeldía, enfrenta a un enemigo no menor. El alcalde, representante del sistema de corrupción que reina en la Rusia postsoviética, pretende apoderarse de la casa, pagándola muy por debajo de su valor. Kolya no tiene cómo defenderse del Estado, como bien ilustran dos escenas tribunalicias desarrolladas con ácida ironía.
Cuando el film comienza, Kolya recibe la ayuda de un abogado venido de Moscú y ex compañero de armas, que está al tanto de los abusos del alcalde, tiene relación con personajes influyentes y sabe cómo se resuelven las cosas en estos casos. Su presencia, por otro lado, contribuirá a desatar una serie de trágicos acontecimientos.
El panorama es, en general, desolador: nada escapa a la mirada implacable del director ruso ni se sospecha que haya en su pintura pesimista de este mundo en el que imperan la ilegalidad, la codicia, el negociado y el vodka, otra cosa que dolorida sinceridad.
Del modo en que la gente común ve a sus políticos no quedan dudas en la escena en que los hombres que han ido de cacería eligen los blancos para practicar tiro: un desfile de fotografías de líderes rusos que empiezan por Lenin y no llegan hasta Putin porque no ha pasado el tiempo suficiente, aunque su retrato no falte en el despacho del mafioso alcalde. La posición de la Iglesia Ortodoxa Rusa tampoco se salva de las agudas críticas a su hipocresía, incluida la interesada alusión al libro de Job que alguien expone sobre el final. No extraña que en su país el film haya sido reprobado por su ofensa a las autoridades y a la religión, y que los nacionalistas lo hayan declarado antirruso.
El clima que se vive también tiene su consecuencia en la vida doméstica. Y captar esos efectos -o bien detectarlos dentro del cuadro general- es, por lo que se ha visto en su cine, una de las grandes virtudes de Zvyagintsev. Otra, tal vez la más destacable, es la de equilibrar el peso expresivo de todos los elementos que concurren a la narración cinematográfica empezando por la maestría de su ritmo narrativo y por el excelente guión (compartido con Oleg Negin, el mismo de Elena); la concepción visual (para lo cual contó con el admirable trabajo de Mikhail Krichman) y la conducción de los excelentes actores.
Sobre el final, hay una escena verdaderamente sobrecogedora: la que observa desde dentro de la casa de Kolya el trabajo destructor de la grúa mecánica. Como un poderoso leviatán menos mítico, pero quizá más temible.