El eterno histeriqueo del amor
A esta altura de su prologando y fascinante derrotero profesional Paul Thomas Anderson termina de ratificar que lo suyo es el drama hecho y derecho y que el maravilloso toque cómico de antaño en gran medida desapareció o se terminó licuando en un sarcasmo sutil, en este sentido basta con pensar por un lado en lo ocurrido con sus propuestas recientes, la fallida y pretendidamente graciosa Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), adaptación de la novela homónima del 2009 de Thomas Pynchon que sólo apelaba a los fanáticos del libro por su excesiva fidelidad y redundancia discursiva, y El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017), gran joya dramática sobre un modisto británico, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), y su ambivalente relación con una joven llamada Alma (Vicky Krieps), y por el otro lado en el pasado ya progresivamente más lejano, así es cómo al puñado de dramas memorables de turno, léase Vivir del Azar (Hard Eight, 1996), Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), se oponen una propuesta mixta muy exitosa, Juegos de Placer (Boogie Nights, 1997), otra menos interesante aunque con ingredientes más que atendibles, Magnolia (1999), y una rareza absoluta y cuasi surrealista, Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love, 2002), una de las pocas actuaciones brillantes de Adam Sandler junto con Diamantes en Bruto (Uncut Gems, 2019), de los hermanos Benny y Josh Safdie, y Espanglish (Spanglish, 2004), de James L. Brooks. Para su nueva y esplendorosa película, Licorice Pizza (2021), se nota mucho que Anderson se propuso a sí mismo lograr una especie de “solución negociada” entre sus dos registros narrativos predilectos para volcarlos hacia lo que podemos definir como su realización más simple y austera a la fecha, suerte de historia de aprendizaje/ bildungsroman/ coming of age que apela tanto al humor freak estándar del cineasta, casi siempre jugando con los insultos y el carácter imprevisible, ensoñado o neurótico de las criaturas en pantalla y sus diversas compulsiones, como a la angustia apenas disimulada de esos mismos protagonistas que suelen moverse entre una falsa seguridad/ autoconfianza y una indecisión evidente que a su vez pasa a magnificarse debido a una coyuntura difícil que tiende a fagocitados, hablamos de una sociedad ruin y caníbal que impone su mundanidad y colección de reglas como si fueran un mandato sacro incuestionable del que en ocasiones se puede sacar un provecho, muy transitorio por cierto.
Licorice Pizza, título que hace referencia a una cadena extinta de disquerías fundadas en 1969 por James Greenwood que terminarían siendo absorbidas en 1986 por la competidora Sam Goody, signo del paso de la artesanía al emporio posmoderno, trabaja sobre terreno harto conocido porque es una relectura espiritual de Embriagado de Amor, bastante a la distancia y retomando el sustrato bizarro del corazón, aunque en esta oportunidad orientada al segmento púber y recuperando elementos específicos de los distintos ídolos del director y guionista norteamericano, como por ejemplo cierto cinismo de impronta nostálgica y retro experimental a lo Robert Altman y Peter Bogdanovich, la aspereza o desnudez emocional de los adalides apasionados del vulgo de los films de Jonathan Demme y Mike Leigh y sobre todo aquel humanismo elegante, poético y a veces hasta enrevesado y laberíntico del cine de Max Ophüls y Jean Renoir. Como suele ocurrir en las producciones del amigo Paul Thomas, la historia como tal no existe porque lo que tenemos ante nosotros es una continua descripción de personajes basada en viñetas relativamente independientes las unas de las otras, todas girando en torno a la relación y el eterno histeriqueo entre Alana Kane (Alana Haim, guitarrista y vocalista de Haim, trío de pop y soft rock que encabeza junto a sus hermanas Este y Danielle), una asistenta de 25 años de un fotógrafo, y Gary Valentine (el debutante Cooper Hoffman, hijo de nada menos que Philip Seymour Hoffman, actor fetiche de Anderson que falleció accidentalmente en 2014 por un cóctel de drogas a posteriori de años de lucha contra el alcoholismo y la dependencia para con la heroína y la cocaína), un muchacho de 15 años que trabaja como actor adolescente y rebosa ambición empresaria polirubro. El eje del vínculo es sencillo y tan antiguo como la humanidad, él quiere avanzar y ella lo frena porque lo considera un niñato aunque admira su efusividad y encanto, por ello comparten una cena, un viaje a Nueva York para presentarse en un show de variedades de Lucy Doolittle (Christine Ebersole hace las veces de álter ego de Lucille Ball, estrella de la mítica sitcom Yo Amo a Lucy/ I Love Lucy) y un insólito negocio de venta de camas de agua, esas que fueron furor en los 70 en yanquilandia. Valentine la cela con alguna que otra chica efímera y ella hace lo mismo con un par de actores, el joven Lance (Skyler Gisondo) y otro mucho más experimentado inspirado en William Holden, Jack Holden (Sean Penn).
La acción, enmarcada en fuertes alardes de un costumbrismo histórico empardado con el acervo indie de las décadas del 80 y 90, transcurre en 1973 y el contexto en general le deja todo servido a Anderson para ironizar sobre los viejos estereotipos del judaísmo, mediante la colorida familia de Alana, y acerca de los asiáticos, sobre todo a través de las imitaciones hilarantemente racistas de Jerry Frick (John Michael Higgins), un payaso que abre un restaurant de comida japonesa en Los Ángeles y cambia de esposa nipona de un momento al otro, amén del hecho de que denuncia la brutalidad policial, utilizando de excusa un delirante arresto de Valentine por asesinato, y homenajea al hedonismo del Hollywood del pasado mediante el personaje del genial Penn, quien durante una velada con Kane se topa con un amigo director, Rex Blau (el legendario Tom Waits), y todo deriva en un stunt con salto de motocicleta en medio de un campo de golf y de una borrachera que desdibuja el papel seductor de la chica, la cual asimismo finiquita la relación con Lance debido a que se define como ateo durante una reunión familiar de mote muy hebreo ortodoxo. No todas son rosas para el mainstream cultural y el que se lleva la peor parte es Jon Peters (muy buen trabajo de Bradley Cooper), uno de los productores más lunáticos y grotescos del ámbito hollywoodense que había empezado como extra y peluquero en California y por aquellos años estaba en pareja con Barbra Streisand, produciéndole el disco ButterFly (1974) y la película Nace una Estrella (A Star Is Born, 1976), de Frank Pierson, señor que aparece en Licorice Pizza amenazando de muerte a Gary y a su parentela por llegar tarde a entregar una cama de agua y así ganándose que el adolescente le rompa el parabrisas de su lujoso descapotable con una llave inglesa. El realizador incluye la Crisis del Petróleo de 1973, un embargo de crudo de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo contra Estados Unidos, Europa e Israel por haber formado parte de la coalición occidental en la Guerra de Yom Kipur de ese mismo año, ahora como motivo de la ruina del negocio de las camas de agua porque éstas están fabricadas con policloruro de vinilo, un subproducto del petróleo, y también algo de paranoia nihilista símil Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, vía la figura amenazante de un tal Matthew (Joseph Cross) que termina siendo la pareja gay del candidato a alcalde Joel Wachs (Benny Safdie), un político para el que Alana colabora.
La chispa inclaudicable de la película, razón máxima de su atractivo artístico a pesar de la sencillez de su premisa “chico conoce chica”, reside en tres pivotes fundamentales, primero la hermosa fotografía de Anderson junto a Michael Bauman, este último aquí oficialmente debutando en el rubro luego de años y años como capataz de los técnicos de iluminación, segundo el excelente desempeño de Haim y Hoffman, ambos con familia en el mundo del espectáculo y constituyendo una sorpresa total porque más allá del background del caso su naturalidad concreta es sublime y el physique du rôle -entre la narigona de Alana y la cara de memo de Cooper- los acerca a un trasfondo identitario prosaico ya que la apariencia de ambos es muy antimodelito perfecto hollywoodense promedio, y tercero el peculiar guión del director y su objetivo manifiesto de situar en primer plano cuán insoportables pueden llegar a ser los hombres y las mujeres en rituales de apareo interminables en los que los dos extremos desean imponerse sobre el otro de manera maniática demostrando una mayor sabiduría, experiencia, integridad, capacidad de improvisación y/ o sex appeal, recordemos que ella celebra el carisma esperpéntico de Gary pero le cuesta mucho tomárselo en serio como posible pareja porque el muchacho aún está construyéndose a sí mismo -como Kane, aunque no lo reconozca- y pasando de frustración en frustración ya que salta de la profesión actoral al negocio de las camas de agua y de éste a su homólogo de los pinballs, planteo que por supuesto funciona en simultáneo como otro guiño melancólico a un tiempo de arcades comunales, aún lejos de nuestra triste virtualidad del nuevo milenio, y como una metáfora del reconocimiento implícito de Valentine de su inmadurez en consonancia con el hecho de recuperar el juego pueril, horizonte de los flippers, en detrimento de esa sexualidad tontuela de la pubertad representada en las ridículas camas de agua, escapismo erótico burgués de carácter farsesco de unos 70 que veían nacer el neoliberalismo hambreador contemporáneo. La música incidental de Jonny Greenwood vuelve a ser magistral y el soundtrack incluye clásicos de David Bowie, Wings, The Doors y Sonny & Cher, entre otros, no obstante hoy por hoy son detalles ilustrativos porque el quid del film pasa por los sublimes travellings con steadicam de Anderson y la noción de que el amor puede implicar un proceso tortuoso de convivencia y adaptación aunque muchas veces paga con creces el esfuerzo invertido…