Jeff Bridges, como un amigo entrañable
El actor obtuvo el domingo un premio Oscar por su interpretación de un cantante country en decadencia que busca su última redención
Ahí baja otra vez Bad Blake de su trajinada camioneta polvorienta: la camisa desabotonada y el cinturón suelto, que no es cuestión de martirizar el abultado abdomen cuando hay que pasar horas al volante recorriendo las desérticas planicies de Nuevo México. Hay centenares de kilómetros entre un pueblito perdido y otro, o mejor, entre un bowling y un bar decadente donde le tocará esta vez cosechar unos pocos dólares a cambio de canciones que ha escrito hace mucho y que en otra época le dieron fama.
Bad -que no se llama Bad pero ha preferido olvidar su nombre- ya no compone; los tiempos han cambiado y ahora los ídolos del country son muchachos que hacen delirar a las jovencitas, venden miles de discos y llenan estadios, como Tommy Sweet, su ex discípulo.
Pero los dolores de Bad -que los hay- se ahogan en alcohol; él conserva su aire bonachón, cierto desparpajo y algún secreto encanto que todavía hace su efecto en las mujeres. Es una especie de Lebowski cincuentón y gastado que está de vuelta de muchos fracasos profesionales y afectivos, pero ya se ha acostumbrado a este vagabundeo eterno y lo asume con resignado humor.
Bridges, la clave
Bad Blake no existiría sin Jeff Bridges. Y su historia -la de su última oportunidad de recuperación, tema bastante trillado- importaría poco si no fuera él quien la recreara y le confiriera tanta verdad. Porque Bridges no es sólo un actor excelente, de esos a los que nunca se ve actuar y que jamás hacen exhibición de sus recursos: tiene el extraño don del carisma. Es un tipo al que se reconoce como par: inspira simpatía y ternura.
Y cuando se mete en la piel de un personaje como éste -que parece inventado para él- borra cualquier huella de oficio. Ya no es Jeff Bridges a quien vemos, sino al viejo Bad ilusionándose -gracias a la joven periodista que se le acerca- con llegar por fin a tener lo que nunca tuvo o no supo conseguir.
Scott Cooper fue inteligente al descargar en Bridges (y en Maggie Gyllenhaal, una pareja a su altura) el peso del relato, que no carece de algún convencionalismo. Ellos ponen la sinceridad, la vibración humana y la química necesarias para comprometer el ánimo del espectador y conmoverlo.
Un regalo extra son las estupendas canciones de T-Bone Burnett y Stephen Bruton, que revelan al flamante ganador del Oscar como expresivo cantor. En cambio, al hosco Colin Farrell como el ex discípulo que procura restablecer el antiguo vínculo artístico y personal no se le ve pasta para ídolo del country.