Postrimerías del Tercer Reich.
Un buen día Hannelore Dressler (Saskia Rosendahl), llamada simplemente “Lore” por su familia, descubre que su padre ha vuelto al hogar. En tanto oficial de alto rango de las fuerzas armadas nazis, el señor no ve con buenos ojos la llegada de los aliados a Alemania y por ello decide trasladar a toda la prole a una casa rural, no sin antes quemar todos los documentos que lo vinculan al régimen y pegarle un tiro al perro del clan. La cobardía del hombre lo hace huir y prontamente la madre de Lore resuelve entregarse a las autoridades, dejando a la chica instrucciones precisas: como hija mayor, debe llevar a sus cuatro hermanos (una niña, dos gemelos y un bebé) hasta la morada de su abuela, en Hamburgo.
Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de una introducción narrativa tan intensa que a su vez presente de manera prodigiosa la premisa básica, en esta ocasión un viaje de “metamorfosis moral” desde el fundamentalismo impulsado por una figura paterna ausente hacia la apertura paulatina a una realidad que se asemeja al infierno, tanto por las detalles truculentos del periplo en cuestión como por la “información” que los jóvenes van acumulando a lo largo del camino en lo que respecta a la verdadera esencia del poder que los condujo a la guerra. Así las cosas, el abatimiento de la sociedad germana corre parejo a la fragmentación del país y el encubrimiento de los crímenes espantosos del Tercer Reich.
En su segundo opus luego de la cautivante Somersault (2004), la directora australiana Cate Shortland utiliza un esquema formal asociado al “preciosismo de trincheras”, con cámara en mano y constantes primeros planos. La historia hace foco en los únicos inocentes del conflicto bélico, los pequeños, y traza una triple comparación que resulta fascinante: con las vidas que se extinguieron (los cadáveres que los peregrinos van encontrando en su travesía), con los resabios de una Alemania cómplice que se niega a sucumbir (representada en los ancianos, que sin haber combatido fueron “puntos de apoyo” del discurso fascista) y en especial con las víctimas centrales (aquellos que pasaron por los campos de exterminio).
De hecho, dentro de esta última categoría se ubica el veinteañero Thomas Weil (Kai-Peter Malina), un judío sobreviviente que se muestra muy interesado en Lore y eventualmente se une al éxodo cruzando las zonas norteamericana, rusa y británica. El realismo sucio desde el cual están encarados el sacrificio, la compasión, el odio, la impotencia y los diferentes retos que debe sobrellevar el grupo, pone el énfasis en la distancia generacional entre los protagonistas y las atrocidades de sus padres, obviando el cliché sustentado en la “mirada cándida” de los niños y/ o su “fragilidad innata”. Aquí más bien se revela su entereza y valentía, en oposición a los excesos de toda índole de los pusilánimes que los circundan…