Si en Somersault (2004) la australiana Cate Shortland exploraba el universo del crepúsculo de la inocencia de la mano de una historia de despertares sexuales y un periplo impuesto por el despojo de hogar, en Lore el fin de la infancia en la Alemania del ocaso de la Segunda Guerra Mundial se construye bajo las mismas premisas generales (éxodo, desarraigo, transformación, anagnórisis) pero desde la acentuación del talante ruinoso del proceso: todo en Lore hace familia con la ruina; los paisajes pos-guerra, los cuerpos mutilados, la derrución de las creencias.
Lore es un incomodísimo viaje iniciático. No en el carácter de adjetivación negativa por el que es popular la incomodidad, sino en tanto desplazamiento de cualquier zona de confort: personajes moralmente ambiguos desarrollan una trama de la subsistencia recortados por una cámara que parece siempre espía. Una incomodidad que Cate Shortland ha demostrado saber capitalizar en una (a)puesta en escena que toma las riendas del protagonismo estético del film, en la que priman los encuadres descentrados, la vertiginosidad del efecto cámara en mano, largos planos de naturaleza e inserts que lindan con lo onírico (esa imagen símil febril presente en las secuencias de juego la rayuela, salto a la soga, atrapadas y que plantean una temporalidad suspendida, como en el sueño).
Con mayoría de rodaje en espacios abiertos a campo traviesa, tanto la naturaleza como la muerte están retratadas en lo que ellas tienen de ineludible e imponente, pero lejos de su estatuto de tragedia: el plano detalle de una pierna mutilada siendo devorada por hormigas tiene la misma dosis de dramatismo que el encuadre de los dificultosos y pequeños pasos de los hermanos sobre el fango que intenta retenerlos. Los escenarios naturales del film juegan el rol dialéctico de paisaje/obstáculo en esta travesía con la misma cintura con la que lo juega la muerte.
Lore está lejos de ser otra película inscripta en el espectro temático de la Segunda Guerra Mundial: es una suerte de devenir lírico y turbio, en el que los diálogos no se llevan un céntimo de los créditos, y en el que Shortland demuestra que las películas (al menos, las más hermosas) están hechas de mucho más que de sólo historias.