Con sabor amargo
Los amantes es un melodrama de pura cepa. Sobrio, de alto voltaje emocional, hecho para hacer sufrir. Como se sabe, de todos los géneros clásicos, el melodrama es el menos frecuentado hoy en día y probablemente por eso a esta película le cueste encontrar un lugar en el panorama del cine actual: desde ya no interesará a cínicos, pasatistas, ansiosos o posmodernos, pero tampoco se la puede ver sin más como otra “película romántica”. Eso no quiere decir que no vaya a encontrar un público: desde su rincón apartado, Los amantes maneja una cierta intensidad que puede resultar atractiva (o ridícula para quien no quiera entrar en la propuesta).
Esta película que fue nominada a la Palma de Oro en Cannes 2008 está ambientada en Brooklyn, fundamentalmente en un edificio de departamentos suburbano en el que vive Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix), hombre adulto que hace poco volvió a vivir con sus padres después de estar internado en un psiquiátrico. Este hombre conocerá casi al mismo tiempo a dos mujeres: Michelle Rausch (Gwyneth Paltrow), una vecina atractiva y muy problemática, y Sandra Cohen (Vinessa Shaw), hija de una familia con la que la suya tiene trato, mujer modesta y ligeramente maternal. El protagonista torturado deberá afrontar, además de sus problemas, estas dos nuevas relaciones amorosas.
El director James Gray (La traición y Los dueños de la noche) maneja una cierta distancia que puede resultar desconcertante y se percibe en ese tono sobrio. A diferencia de los melodramas clásicos, los sentimientos en Los amantes no desbordan, surgen apenas pero revelan una profundidad mayor. El director recurre a ciertas obviedades, pero eso no está del todo fuera de la tradición del género. Merecería un elogio extenso la breve pero precisa actuación de la gran Isabella Rossellini, con todo su despliegue de arrugas.
Gray tuvo el acierto de enmarcar su historia con dos elementos que le prestan un valor fundamental: la familia judía (los Kraditor y los Cohen) y el trastorno bipolar que sufre el personaje de Phoenix. Entre ambos explican ese clima ligeramente enrarecido que era propio de la convención del género clásico pero que probablemente resultaría inaceptable para un espectador actual: las reglas de familia, las prohibiciones, la culpa (y su desobediencia), los sentimientos puros. Una vez planteada la excusa, la historia puede seguir su curso. En este misma línea, es muy acertado y muy detallado el manejo del realismo, en especial en torno a los espacios y al departamento de los Kraditor (casi un coprotagonista).
Los amantes cuenta con un final feliz. Cada uno termina en su lugar y los conflictos parecen saldados. Pero, a la manera de los melodramas de Douglas Sirk, ese final feliz es más estremecedor que el de una tragedia: todo parece retomar su curso pero ninguno de los problemas se resolvió realmente. Hay un abrazo pero las miradas se pierden en el vacío. El desasosiego permanece.