La pose ya no rinde
Se podría decir que Los Caballeros (The Gentlemen, 2020) es un intento -bastante tardío y algo mucho desesperado- por parte de Guy Ritchie de recuperar sus marcas autorales de antaño dentro del contexto para nada proclive a la individualización del Hollywood contemporáneo, una industria que se la pasa escupiendo productos anodinos e intercambiables destinados al consumo de las capas menos iluminadas del “público menudo”: a pesar de que el film nos retrotrae a la comedia cool, gangsteril y muy británica de Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998) y Snatch: Cerdos y Diamantes (Snatch, 2000), lo cierto es que estamos muy lejos del nivel cualitativo de aquellas y a lo que más nos acercamos es a una versión deslucida de las posteriores -y muy poco vistas- Revolver (2005) y RocknRolla (2008), las obras previas a su ristra de bodrios por encargo.
Precisamente, considerando que el director y guionista viene de una década completa de encarar proyectos bobalicones sustentados en los latiguillos más vetustos, la impostación canchera y los delirios paradójicamente conservadores que nunca se deciden por tirarse de cabeza a la pileta del steampunk, sinceramente la obra que nos ocupa no sirve como compensación adecuada luego de Sherlock Holmes (2009), Sherlock Holmes: Juego de Sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), El Agente de C.I.P.O.L. (The Man from U.N.C.L.E., 2015), El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) y Aladdín (2019). La ausencia de ideas novedosas de la película, incluso plantándose como un “exponente Ritchie al 100%”, nos habla de la crisis creativa terminal del inglés y su incapacidad para reinventarse sin caer en la fantochada pomposa de siempre.
Como era de esperar, la historia se sumerge en un compendio de situaciones más o menos azarosas y personajes caricaturescos sin mayor desarrollo concreto que una pose soberbia o bufonesca -dependiendo de quién hablemos- que ya no rinde los dividendos retóricos del pasado, ahora girando alrededor de la insólita decisión de un magnate norteamericano de la marihuana que trabaja en el Reino Unido desde hace mucho tiempo, Mickey Pearson (Matthew McConaughey), de venderle su negocio a un tal Matthew Berger (Jeremy Strong) por 400 millones de libras para jubilarse y retirarse tranquilo junto a su esposa Rosalind (Michelle Dockery). Desde ya que las cosas no salen según lo planeado porque pronto se aparece Dry Eye (Henry Golding), un sicario desalmado del también narco Rey George (Tom Wu), pretendiendo comprarle su imperio dentro de diversas subtramas que incluyen a personajes como Raymond (Charlie Hunnam), la mano derecha de Pearson, el Entrenador (Colin Farrell), cabecilla de un grupo de boxeadores amateurs que asaltan uno de los invernaderos/ laboratorios secretos de Mickey, Big Dave (Eddie Marsan), el editor de un periódico poderoso, y Fletcher (Hugh Grant), un detective privado y aspirante a guionista.
Enmarcando toda la narración en el relato de Fletcher a Raymond acerca de todo lo que descubrió en torno a Pearson con vistas a chantajearlo a él y a su jefe, primero amenazando con pasarle la información a Big Dave y luego con ofrecerle el guión de turno a la propia Miramax, de hecho la productora de Los Caballeros, Ritchie aquí nos entrega una ensalada de clichés de todo tipo -tanto a nivel de los personajes como en cuanto a esas “vueltas de tuerca” que se ven venir muy a lo lejos- que parecen desconocer el paso del tiempo y tratar de continuar el acervo gangsteril pícaro justo donde lo habían dejado Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes, Snatch: Cerdos y Diamantes, Revolver y RocknRolla, aunque ya sin la efervescencia indie sincera de las dos primeras y volcando el asunto hacia la típica obsesión/ problema de este tipo de cineastas otrora posmodernos, “el estilo por sobre la sustancia”, algo que por lo menos en RocknRolla estaba bastante bien manejado. Por supuesto que el film en cuestión supera por mucho a Insólito Destino (Swept Away, 2002), la horrenda remake del señor de la obra maestra de 1974 de Lina Wertmüller, pero no puede ocultar la falta de ideas, los automatismos y la pérdida del pulso cómico de Ritchie…