La amabilidad y la automutilación
El Norte de Irlanda, región denominada Úlster que abarca nueve condados, históricamente fue la más rebelde en lo que respecta a la supremacía regional de sus vecinos del Reino Unido, por ello al finalizar la Guerra de los Nueve Años (1593-1603), contienda entre los caciques irlandeses y las tropas isabelinas cuyo resultado favoreció a los británicos, éstos decidieron apostar a la Colonización del Úlster como una jugada que garantice la paz y una sumisión duradera mediante un paradigmático proceso de aculturación a la inversa, en este caso a través de inmigrantes de Inglaterra y Escocia de religión protestante -y hablantes del inglés, en contraposición al gaélico irlandés vernáculo- instalándose de manera permanente en el Norte de Irlanda luego de la Fuga de los Condes de 1607, el punto final en términos prácticos de la Etapa Medieval en Irlanda. La huida sistemática hacia Italia de los cabecillas terratenientes católicos y la confiscación de sus tierras por parte de la Corona Inglesa para iniciar la colonización dejaron todo servido para siglos futuros en los que convivieron un Úlster cercano al Reino Unido y el resto de Irlanda, esa mayoritaria católica que anhelaba la autonomía completa y pretendía la construcción de una república, así las cosas después del Alzamiento de Pascua de 1916 comienza de a poco la llamada Guerra de Independencia Irlandesa (1919-1921) que eventualmente deriva en la victoria de los republicanos, la firma del Tratado Anglo-Irlandés de 1921 y la creación en 1922 del Estado Libre de Irlanda, una estructura administrativa bastante agridulce porque garantizaba el autogobierno aunque al mismo tiempo seguía dentro del Imperio Británico y para colmo sus funcionarios públicos debían jurar lealtad al monarca inglés en el poder. La consecuencia más importante del Tratado Anglo-Irlandés, firmado por los líderes nacionalistas irlandeses Michael Collins y Arthur Griffith ante los británicos, fue la secesión de seis condados protestantes del Úlster porque deseaban mantenerse dentro del Reino Unido bajo el rótulo de Irlanda del Norte, panorama que provocó la Guerra Civil Irlandesa (1922-1923), conflicto entre el gobierno provisional pro-tratado y el Ejército Republicano Irlandés (IRA) anti-tratado, ganando el primer bando gracias a la generosa e insistente ayuda en armamento de la Corona Inglesa.
Las heridas que dejó este derrotero social aciago en la cultura irlandesa, cuyo pináculo fue la lucha entre unionistas y republicanos durante la Guerra Civil, devendrían primero en la consolidación de los partidos políticos que representan a ambas posiciones hasta nuestro Siglo XXI, los pro-tratado/ amantes de los ingleses Fine Gael y los anti-tratado/ enemigos de los británicos Fianna Fáil, y segundo en el Conflicto Norirlandés, los eufemísticamente bautizados “Problemas” (1968-1998), pugna muy cruenta sostenida en Irlanda del Norte entre la Corona y diversas organizaciones paramilitares y terroristas que surgieron bajo la sombra del antiguo Ejército Republicano Irlandés de la Guerra Civil, siempre abogando por la integración con el resto de Irlanda, la cual a su vez se terminó de separar del Reino Unido a mediados del Siglo XX mediante el abandono de la Mancomunidad Británica de Naciones en 1937 y la adopción ya definitiva del sistema republicano de gobierno en 1949 con eje presidencialista. Los Espíritus de la Isla (The Banshees of Inisherin, 2022), sin duda la mejor película a la fecha del londinense Martin McDonagh, explora de forma metafórica este estado belicoso de cosas centrándose precisamente en el punto más álgido de la lucha fratricida, léase aquel último año de la Guerra Civil Irlandesa en el que estaba en juego la integridad de Irlanda en su conjunto y la asimilación del Úlster protestante y sumiso para con los ingleses dentro de una nación ya emancipada y de idiosincrasia católica, de allí la confusión del grueso de la sociedad irlandesa de la época -la que no batallaba o quizás veía las escaramuzas desde la distancia- ya que los anti-tratado y los pro-tratado habían luchado codo a codo contra los ingleses durante la inmediatamente previa Guerra de Independencia en tanto miembros de un único Ejército Republicano Irlandés, en esencia unos partisanos que no se ponían de acuerdo y que en pantalla están representados por los otrora amigos Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), extremos de una relación que se corta con la misma intensidad y obstinación de la guerra y bajo el halo de la asfixia emocional de los funestos augurios de las banshees, hadas o espíritus femeninos que anuncian el óbito de algún allegado gritando, lamentándose o chillando cual sirenas tétricas.
Súilleabháin es un campesino, en simultáneo testarudo y bonachón como lo son los sectores populares de todo el globo, que en 1923 vive en una isla irlandesa remota, esa Inisherin del título original, con su hermana Siobhan (esa perfecta Kerry Condon), una mujer un tanto harta de la gigantesca formación rocosa y su eterna rusticidad y repetición, y con animales varios como por ejemplo vacas, cabras, caballos y su querida mascota, una burra bautizada Jenny. Cuando su mejor amigo, Doherty, un violinista especializado en música folklórica irlandesa, opta de repente por no hablarle más por considerarlo “aburrido” y porque desea dedicar los últimos años de su vida a la enseñanza musical, a fraternizar con otros colegas y sobre todo a componer canciones que le permitan ser recordado a futuro, Pádraic no sólo no termina de entender qué sucede sino que se obsesiona con retomar la relación como sea o por lo menos tratar de reemplazar a aquel amigote de antaño con el considerado “tonto del pueblo”, Dominic Kearney (gran trabajo de Barry Keoghan), un muchacho atolondrado aunque no tan necio o lento como parece que está interesado en Siobhan y sufre las palizas despiadadas de su padre, el policía repugnante de la comarca, Peadar (Gary Lydon). Como Pádraic no cesa en sus reiterados intentos de acercarse al intermitentemente silencioso, cortante o despectivo Colm, siempre componiendo una melodía que intitula Las Banshees de Inisherin, éste le lanza un tenebroso ultimátum, eso de que por cada vez que lo moleste o intente hablar de nuevo con él se cortará uno de sus dedos izquierdos con unas tijeras de esquilar ovejas, provocando de hecho que se cercene primero el índice y después los dedos restantes ya que Súilleabháin no desiste en su amabilidad del mismo modo que Doherty parece consagrado a la rauda automutilación con tal de sellar la distancia y el rechazo más absurdo de los círculos viciosos kafkianos. La escalada en violencia coincide con la partida de Siobhan, quien acepta un trabajo como bibliotecaria en una isla más grande, y con la muerte accidental de Jenny, atragantada con los dedos de Colm luego de que los arrojase en la puerta del hogar de Pádraic, el cual para colmo no tiene mejor idea que prenderle fuego a la casona de su amigo aunque avisándole de antemano para que saque del lugar a su perro.
El sorprendente cuarto largometraje del también guionista McDonagh, un dramaturgo que saltó al séptimo arte mediante dos opus muy desparejos que retomaban aquella comedia negra hermanada al film noir de los hermanos Joel y Ethan Coen o de los primeros Quentin Tarantino y Guy Ritchie, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), supera incluso a su maravillosa propuesta previa, Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), otro trabajo acerca de la aislación, las disyuntivas morales y la convivencia entre diferentes en un enclave comunal donde los lazos con el prójimo son cruciales, les guste o no a los protagonistas, amén del hecho de que Los Espíritus de la Isla asimismo retoma recursos y tópicos adicionales muy caros al artista inglés en línea con las familias disfuncionales, la soledad masculina, la criminalidad en el ámbito mundano, los desacuerdos ideológicos o políticos, la amputación, el ansia de justicia, el gusto por los insultos de impronta tradicional/ autóctona, la estupidez promedio de los seres humanos, un fatalismo minimalista apenas maquillado, el amor por las mascotas y finalmente toda esta fascinación con lo macabro fratricida en consonancia con la sátira social, de allí que la sede por antonomasia de nuestra amistad truncada sea el pub de Inisherin, atendido por Jonjo Devine (Pat Shortt), clara garantía de una socialización vinculada a la cerveza, el canto, las conversaciones y los exabruptos de las borracheras. La Guerra Civil Irlandesa enmarca no sólo el relato sino también el quid mismo de la cultura folklórica y su cercanía con el fundamentalismo y la brutalidad que llevan a la muerte, tanto la de Jenny como la de Dominic, quien aparece ahogado -suicidio o accidente, no se sabe- luego de una profecía de la reglamentaria banshee, una anciana que responde al nombre de Señora McCormick (Sheila Flitton). Con esplendorosas composiciones de Carter Burwell y un estupendo reencuentro de los extraordinarios Farrell y Gleeson, aquí maximizando por mucho lo hecho en Escondidos en Brujas, McDonagh nos regala una pesadilla tragicómica sobre la depresión en la edad madura y todos los laberintos que construimos para nosotros mismos cuando ya no sabemos articular ni una mísera palabra de afecto, piedad o auxilio…