Desgarrado por el arte y la familia
Ante una obra de fuerte corte autobiográfico como Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), regreso concreto de Steven Spielberg a lo mejor de su trayectoria reciente en sintonía con Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), uno está muy tentado a englobarla en la minúscula ola de films símil memorias de los últimos años en materia de retratos de la infancia, la adolescencia y/ o la joven adultez de realizadores de alto perfil, como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, Belfast (2021), de Kenneth Branagh, y Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, no obstante la génesis del proyecto de Spielberg es muy anterior, llegando hasta 1999, y se condice con el humanismo y con la nostalgia lúdica de siempre del mítico magnate norteamericano, pivotes sostenidos de su producción artística que pueden emparentarse a nivel yanqui/ local con el Woody Allen melancólico de Recuerdos (Stardust Memories, 1980), Días de Radio (Radio Days, 1987) e incluso Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997), amén del Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963), Amarcord (1973) y Entrevista (Intervista, 1987) y aquella pentalogía también semi autobiográfica de François Truffaut a través de su álter ego Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), una saga compuesta por Los 400 Golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), el corto Antoine & Colette (1962), correspondiente a la odisea colectiva El Amor a los Veinte Años (L’Amour à Vingt Ans, 1962), con otros segmentos adicionales de Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls, Renzo Rossellini y Andrzej Wajda, La Hora del Amor (Baisers Volés, 1968), Domicilio Conyugal (Domicile Conjugal, 1970) y la ya en verdad lamentable El Amor en Fuga (L’Amour en Fuite, 1979), rejunte de clips de las obras previas a lo collage film desvergonzado. Apoyado en un guión coescrito junto a su colaborador habitual y de máxima confianza Tony Kushner, aquel señor de Múnich (2005), Lincoln (2012) y la anterior Amor sin Barreras (West Side Story, 2021), remake del clásico homónimo de 1961 de Robert Wise y Jerome Robbins basado en el musical de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, aquí Spielberg recupera sin mucha metáfora su pubertad trashumante en Nueva Jersey, Arizona y el Norte de California cual sincericidio con algo de exorcismo espiritual.
Desde ya que la película que nos ocupa, asimismo, forma parte de la extensa tradición del amigo Steven en materia de obsesionarse con toda dinámica familiar en descomposición basada en el Complejo de Edipo tradicional de una figura materna poderosa, un padre que representa esa ley social que amerita la rebeldía, hermanos/ amigos/ allegados tontuelos e intercambiables, algún que otro tótem -lejano o cercano- de sabiduría intra parentela y por supuesto la necesidad de quebrar la claustrofobia a través de la búsqueda de una pareja externa y de alguna causa, objetivo o pasión que movilice al sujeto por fuera de lo heredado esclavista a instancias del clan, raudo esquema narrativo que pudo verse en mayor o menor medida en una retahíla de realizaciones muy variopintas como por ejemplo Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), Tiburón (Jaws, 1975), Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El Extra-Terrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), Hook (1991), Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001) y Guerra de los Mundos (War of the Worlds, 2005), entre otras faenas que ofrecieron acepciones rosas del formato como El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016). También se podría aseverar que Los Fabelman funciona como una recreación magnífica de todo aquello ya analizado meticulosamente en ocasión de la primera mitad de Spielberg (2017), aquel documental de Susan Lacy para HBO de idiosincrasia hiper celebradora o muy poco crítica para con el artista retratado, no obstante el Steven maduro esquiva la sencillez melosa de su homólogo de los años 70 y 80 y tiende a arrastrar un núcleo actitudinal lúgubre -o cuasi nihilista, con la amargura a cuestas- que gusta de disfrazarse de ese optimismo sentimentaloide estándar, generando una propuesta paradójica y por ello fascinante en la que el homenaje a la propia candidez una y otra vez choca con el reconocimiento de la imperfección de los seres queridos, la sutil crueldad del mundo en general, la paciencia que éste tantas veces reclama y la propia indecisión que nos hace girar incansablemente sobre nuestros traumas y frustraciones de ayer e incluso hoy.
La familia empieza viviendo en 1952 en Nueva Jersey, donde los progenitores, el ingeniero eléctrico Burt Fabelman (Paul Dano) y la pianista retirada y reconvertida en ama de casa Mitzi Fabelman (Michelle Williams), llevan al cine por primera vez en su vida al frágil protagonista, Samuel “Sammy” Fabelman (Mateo Zoryan de niño, Gabriel LaBelle como adolescente), quien termina maravillado por El Espectáculo más Grande del Mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), bodrio de Cecil B. DeMille, y obsesionado con recrear el descarrilamiento de un tren que vio en pantalla, así Mitzi pronto le propone registrar con una cámara de ocho milímetros de Burt un choque hogareño improvisado con juguetes del ferromodelismo. Toda la parentela, junto con el mejor amigo y socio del padre, Bennie Loewy (Seth Rogen), y esas hermanas menores Reggie (Birdie Borria y Julia Butters), Natalie (Alina Brace y Keeley Karsten) y la pequeña Lisa (Sophia Kopera), eventualmente se traslada a Phoenix, ahora en Arizona, y Sammy se une a los Boy Scouts y comienza a filmar cortos con una producción rudimentaria aunque a gran escala, como la faena bélica Escape a Ninguna Parte (Escape to Nowhere, 1961) y el western El Último Tiroteo (The Last Gunfight, 1959), éste inspirado en Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford, suerte de ídolo con pies de barro -o rey desnudo, junto con el mamarrachesco John Wayne- de la vertiente escapista/ pueril o antiintelectual del Nuevo Hollywood de los años 70. Entre los comentarios sarcásticos de la abuela paterna, Haddash Fabelman (Jeannie Berlin), el fallecimiento de la nona materna, Tina Schildkraut (Robin Bartlett), y la visita de un tío bizarro de Mitzi que trabajó en el circo y el cine, Boris (Judd Hirsch), de a poco queda claro que Samuel comparte la inclinación artística de su madre mientras que las tres hijas se vuelcan a las matemáticas y la tecnofilia aburridísima de Burt, quien a su vez considera al cine como apenas un hobby en la vida de su único hijo varón. El muchacho edita una película vacacional y así descubre un affaire entre Mitzi y Bennie que sólo comunica a su madre, sin embargo la crisis se profundiza porque el patriarca consigue un trabajo en IBM que los lleva a mudarse a Saratoga, en California, donde Sammy sufre el antisemitismo de sus tontos compañeros de colegio a pesar de no ser un judío practicante.
Si bien es de destacar el genial desempeño de todo el elenco, sobre todo de un LaBelle que le copia los tics a Steven sin jamás caer en la caricatura burda, y lo bien que se acopla esa partitura insólitamente relajada de John Williams con la selección musical de piezas para piano, esa que incluye diversas composiciones de Johann Sebastian Bach, Muzio Clementi, Joseph Haydn y Friedrich Kuhlau, el verdadero tesoro detrás de Los Fabelman es el guión de Spielberg y Kushner, éste también famoso por Ángeles en América (Angels in America, 2003), la miniserie dirigida por Mike Nichols para HBO sobre el reaganismo y la pandemia del VIH en los 80, en este sentido pensemos que el voluminoso metraje de 151 minutos le permite al artífice máximo comenzar su periplo en la comarca del drama familiar con toques de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, para después coquetear con el romance de infidelidades y locura incipiente, una vez que entra en juego el secreto entre madre e hijo y la culpa progresiva símil bola de nieve, y finalmente torcer el rumbo hacia el bildungsroman o relato de aprendizaje o “coming of age”, ya en lo que atañe a esa California que trae consigo a dos expertos del bullying, Logan Hall (Sam Rechner) y Chad Thomas (Oakes Fegley), y a una novia de lo más estrafalaria, la cristiana fanática e hiper ridícula Mónica Sherwood (Chloe East). Los padres reales de Spielberg, Leah (fallecida en 2017) y Arnold (muerto en 2020), se parecían mucho a sus émulos en pantalla, él un workaholic que termina viviendo en Hollywood con Steven/ Samuel, una vez que se confirma el divorcio por la aventura amorosa de la mujer con el mejor amigo de su esposo, y ella, efectivamente, rozando siempre una enajenación que se confundía con su buen humor y delirios como comprarse un mono capuchino o usar sólo cubiertos y platos descartables. A diferencia del acervo retroidealizado de John Hughes o American Graffiti (1973), de George Lucas, el film de Spielberg explora el pasado en toda su complejidad, piensa el choque entre familia y arte e incluso nos regala una “frutilla de torta” magistral, nada menos que un cameo de David Lynch como el fascistoide Ford vía un breve encuentro en las oficinas de CBS, momento gracioso que reproduce palabra por palabra la realidad y que involucra la magia -o las mentiras ultra adictivas- del encuadre y la puesta en escena…