Los hambrientos

Crítica de Felix De Cunto - CineramaPlus+

Aunque en un primer visionado sorprenda por su atmósfera diurna y sus inmensos exteriores bucólicos, por alejar a su grupito de sobrevivientes del tan explotado shopping de las metrópolis y ponerlos a correr a campo traviesa como corderos, lo real es que Les Affames está muy lejos de ser una actualización del género. En el último lustro, Jim Jarmusch logró humanizar a sus vampiros en Sólo los amantes sobreviven (2013) mostrando el costado trágico de la inmortalidad, David Lowery le colgó la sábana blanca a su fantasma indie en A Ghost Story (2017) despojándolo de maldad y hundiéndolo en una melancolía nunca antes vista. En cambio, desde que los zombies pasaron de ser maniobrados como muñecos vudú a convertirse en una plaga boba que aniquila sin descanso ni sentimiento (y eso pasó recién en 1968 con La noche de los muertos vivos) no hubo casi renovaciones. Los muertos vivientes siguen siendo fallas de la naturaleza que acechan como un tsunami, un ataque alienígeno, un terremoto, a civilizaciones enteras. Matan, comen y a la pasada escupen una sutil crítica al sistema y al comportamiento automatizado de las sociedades.

Variantes más, variantes menos, aquí estamos frente a otro apocalipsis zombie, donde una invasión, una peste, un contagio endémico, un mal sin mucha necesidad de explicar se propagó por las ciudades alcanzando las zonas rurales más profundas de Canadá. Los pocos pueblerinos que quedan juntan fuerzas para hacerle frente a estos monstruos más estrenados y parecidos a los salvajes de Holocausto Cannibal que a los heredados del filme de Romero, quienes apenas podían mantenerse en pie mientras el director Robert Aubert filma todo con calma y sadismo. La cámara casi ni se mueve, apenas se inmuta frente a lo que pasa alrededor, como si disfrutase contemplar la angustia y el sufrimiento de los que todavía no han sido mordidos, quienes dicho sea de paso, tampoco salen a matar por deporte ni se hacen un festín de carne podrida porque sí, como en tanta saga televisiva. Acá se mata cuando hay que matar, y también se reflexiona mucho sobre cuando es la hora de matar al recién infectado. Los vivos, los muertos, los que sangran porque un perro los mordió, todos son competidores en el periplo hacia la supervivencia.

El apocalipsis zombie, además de ser el sueño mojado de cualquier ideología anticapitalista, pone en jaque las leyes morales básicas hasta llegar a una limpieza total de cualquier rasgo humano. Así, si hay que asesinar a un familiar o un amigo se lo asesina, sin mucha vuelta. El tiempo, tal como lo conocemos, también se ve afectado. Bonin (Marc André Godin), el protagonista y de algún modo líder del equipo de sobrevivientes lo deja en claro cuando explica que sus días se basan en despertarse, refugiarse y matar sin voltear la cabeza al pasado, ya que el mundo tal como lo conocía no existe más. La linealidad temporal primero se quiebra para luego enrularse en un espiral descendente.

Más allá de los buenos comentarios que orbitan esta entrega canadiense, distinto no significa necesariamente bueno. El riesgo de haber podido esquivar el modus operandi mainstream y permitirse un vuelto más poético es valorable. El problema es que en ciertos instantes esa búsqueda termina siendo un gesto algo arty. Hay escenas, en especial imágenes, que parecen injertas más por su poder visual y para satisfacer el capricho de los amantes del género que por darle un sentido armónico a la historia como si faltase terminar de unir algunos puntos. O acaso, qué secreto se esconde detrás de esa pila de sillas, juguetes y desechos construidos por los zombies. ¿Un tótem para un ritual que no llegamos a ver? ¿O la futura hoguera que dará paso a la extinción del último vestigio civilizado? Aubert juega con la vacilación y lo indeterminado, abre tanto el acordeón que una vez que lo cierra todavía quedan algunas notas sonando en el aire y un sabor extraño en la garganta que, sin ser algo bueno o malo, cuesta digerir.

Por Felix De Cunto
@felix_decunto