Falta Steven Seagal
No hay engaño, no hay trampa. Podrá haber mucho presupuesto, millones invertidos y un equipo competente a nivel técnico, pero es innegable que se trata de una clase Z anunciada desde su título, desde su póster, desde sus trailers promocionales. No podía ser otra cosa una película en la que tienen aparición Silvester Stallone, Arnold Shwarzenegger, Jean-Claude Van Damme, Chuck Norris, Dolph Lungdren y otros muertos revividos. Si las películas de super-acción de los años ochenta, repletas de explosiones, violencia, sadismo fascistoide y protagónicos viriles fueron ejemplos del mal gusto imperante en la época, no podía ser muy diferente una que celebra y homenajea a ese género, y que lo hace con absoluta autoconciencia y desparpajo.
Conviene aclarar que el título original es “The expendables”, algo así como los prescindibles, los sacrificables. Digamos que el título latinoamericano, lejos del sarcasmo del original, dice prácticamente lo contrario. Como se sabe, hoy caminan mejor los Bourne y los 007 que aquellos sacos de fibra, y poco tienen que hacer esa clase de “armas humanas” de antaño ante la tecnología bélica más rudimentaria. Como Shwarzenegger decía en Terminator 3, él es un modelo “obsoleto” y como dice aquí, los miembros del plantel pertenecen, prácticamente, a un museo.
Pero la cosa viene así, y esta película, -a diferencia de la primera, que parecía tomarse más en serio a sí misma- es una celebración del desmadre balístico y de la puñalada, es una fiesta anárquica y exagerada, una maquinaria vacía y compacta, grande como un acorazado. Tan incorrecto es el jolgorio, tan pétreas las miradas y abundante la antipatía general, tan exuberantes son los chorros de sangre que el asunto hasta adquiere un costado poético. Verlo para creerlo.
Jet Li y Jason Statham se lucen en un par de escenas haciendo lo que saben hacer mejor: repartir piñas y patadas, Chuck Norris está tan pétreo facial y físicamente como siempre, y hace uno de los mejores chistes de Chuck Norris que deben existir. El que está mejor es Van Damme en su encarnación de un villano de los más malvados –convenientemente llamado Vilain-, un estereotipo que, por paradójico que suene, no podía quedarle bien a cualquiera. Con su exagerado acento francés, haciendo alarde de una falta de escrúpulos que excede todos lo imaginable, y con cierto aire de drag queen hermafrodita, Van Damme se convierte en el malo al que todos amamos odiar. El desenlace y la pelea final lamentablemente parecen faltos de imaginación –hubiera convenido pensar el guión unos minutos más- pero la película termina cuando tiene que terminar. Es otro atributo.
Está claro que este divertimento no es para cualquiera. Pero a quienes les quepa el combo seguramente vayan a pasarla bien.