El último de los mohicanos
Cada tanto, todo espectador de cine debería rever ciertas categorías. Una de ellas es la llamada “placer culpable”, que suele tomar forma cuando nos encontramos frente a algún gusto que sabemos jamás podríamos defender más que por un mero placer atávico, inexplicable.
Con el paso de los años, buena parte de la filmografía de Sylvester Stallone, luego de su apogeo, allá por los años '80, terminó cayendo en esa gigantesca bolsa: muchas películas "invisibles" salvo acompañadas de amigos, chistes y otros asuntos varios que amenizaran el asunto. El resultado del paso de los años -como buena carne de VHS que fue gran parte del cine de acción de las estrellas de los '80 y parte de los '90- llevó a ese cine a una suerte de camino sin retorno.
A poco más de tres décadas del salto a la fama de Stallone, y con muchos años encima como la mayoría de sus compañeros de banco -desde Schwarzenegger a Willis, pasando por Dolph Lundgren… (el gran ausente aquí es Jean Claude Van Damme)-, la categoría de “placer culpable” debería ser revisada en Los indestructibles.
Me hago cargo de la expresión inicial al terminar de ver la película (la llamé “berretada querible”) y, a su vez, con el paso de las horas tras su visionado, reparo en la frase. Me equivoco: hay en los breves 103 minutos del film mucha más nobleza y menos cálculo del que nos tiene acostumbrado el mainstream (desde el mainstream para niños hasta el de adultos: evitaré poner nombres, sólo piensen en ogros verdes por un lado y en sueños dentro de sueños por otro y me ahorraré explicaciones), justamente porque la película de Stallone, si bien está trabajando con un montacargas de tópicos sobre el cine de acción, al mismo tiempo está haciendo una despedida melancólica, lo que denota dos grandes elementos: inteligencia y corazón.
Inteligencia. Stallone concibe un mundo sin matices. Un mundo de hombres duros, motos, tatuajes, mujeres necesitadas de un hombre que las defienda, pero, sobre todo, un mundo de violencia. Sobre ese mundo posiciona a un grupo de mercenarios parapoliciales que trabaja para el mejor postor y recibe una misión. A su vez, lo sabemos desde el minuto uno de película, esos mercenarios trabajan específicamente en zonas de conflicto del Tercer Mundo (geografía implícita e imprecisa que abarca todo aquello que no es Europa ni Estados Unidos y Canadá) y resuelven lo que otras fuerzas de choque no pueden.
Hasta ahí, la película no hace más que repetir un patrón reconocible del cine de acción y de aventuras: una visión colonialista sobre política internacional. Pero el giro viene por otro lado: allí donde a Los indestructibles se le demandaría una respuesta a la metáfora del intervencionismo militar, Stallone decide hacer un giro y llevar al asunto al extremo: por un lado, concibe personajes unidimensionales pero de carne y hueso, y los pone en un contexto de una autoconciencia tan grande que impide bajo cualquier concepto exigirle verosímil histórico o socio-geo-político, de por sí críticas que la película va a recibir.
Un dictadorzuelo que vive en un palacete colonial centroamericano. Un país que parece que sólo vive de vender frutas y pescados. Un ejército que no habla correctamente su propio idioma y habla mejor en inglés. Un traficante de drogas (impagable Eric Roberts) que piensa que el país es suyo y puede hacer lo que quiera. Una pseudo tragedia shakespeareana entre el dictador y su hija…rebelde… que organiza una resistencia contra su propio padre. Una bandera del país imaginario en donde suceden los hechos que reúne los colores de la bandera de Jordania con el escudo de la bandera española… y el rostro del dictador de turno. Un dictador que se arrepiente de sus fechorías “porque quería ser revolucionario”. Estimado espectador: si usted verdaderamente cree que no hay elección voluntaria en estos tópicos y, por el contrario, la película pretende realismo, por favor abandone las siguientes líneas.
Stallone, de esa manera brutal, sin medias tintas, revisa el cine de acción que lo convirtió en estrella y, a su vez, lo despide, le dice adiós a los gritos, como quien no quiere irse de un lugar conocido, A su vez, acompañado de un irregular núcleo de actores (donde sobresale Stratham, pero sobre todo Lundgren y Rourke), ofrece su corazón y cierra una forma de concebir el cine (de la misma forma con Rocky Balboa y con John Rambo cerró hace algunos años dos de sus mitos inaugurales como actor-director), porque, en definitiva, Stallone ama realmente a ese cine, con placer y sin culpa. Quizás buena parte de nosotros y ustedes, lectores, también. El gran Sly cuenta con esa complicidad implícita.
Corazón. No hay cinismo ni dobles caras en Los indestructibles, sino un corazón más grande que un portaaviones. Desde esa perspectiva, la película revisa la carrera de varios antiguos action-heroes y los homenajea de la mejor manera: ya no desde la nostalgia de los años que destrozan al cuerpo (algo que hizo Darren Aronofsky con su más que interesante El luchador), ni sobre la autoparodia, sino sobre un criterio más que honroso, que es el de poner el pecho a las balas, hacer que el cuepo aguante sin mostrar las heridas. En definitiva, no despedirse con lástima sino con la frente en alto. Es una elección cuando menos discutible pero no menos triste que la del film de Aronofsky.
En última instancia, ocultar los magullones, lastimaduras, fracturas y otras tantas marcas, es también una forma de pelear contra el tiempo, contra el reloj que todo lo destruye. Es así que la película, excepto en un poco feliz momento de conciencia y corrección política, decide avanzar con alegría, testosterona y motos, como si nada pasara: en el fondo, Stallone lo sabe, con él y con su generación, mueren los últimos, se van cayendo de a poco. Los indestructibles, por lo tanto, es uno de los testamentos más melancólicos que haya dejado el cine sobre lo que supo ser. Está en usted, amable lector/a sólo ver tiros donde hay una despedida amable y sincera.