Emoción, sentimiento, honestidad. Pero no esa emoción ni ese sentimiento de los que tanto se habla en las películas (y también en las críticas de cine), sino pura, sincera emoción; puro, sincero sentimiento, el que no se declama, pero se contagia desde las imágenes, el que los personajes expresan más con sus miradas que con sus palabras, con sus gestos más simples, con la atención que se prestan y la calidez que se transmiten por el solo hecho de compartir la vida diaria; en la manera de estar juntos, de hacerse compañía y de conllevar el dolor común ante la enfermedad terminal de una madre que cada día, con su temple y su serenidad ante la certeza de un inminente y próximo final, les da lecciones de vida y de esperanza.
Los insólitos peces gato trae en apariencia todos los elementos del melodrama lacrimógeno y sentimental que los norteamericanos acostumbran a etiquetar como tearjerker, pero no lo es porque nada de lo que se cuenta aquí busca producir la lágrima fácil ni cede a los habituales clichés. Probablemente porque en Claudia Sainte- Luce no hay intención manipuladora: ella se propone quiere transmitir una experiencia que vivió en carne propia. Una experiencia de vida que le ha quedado grabada no en el cerebro sino en el corazón. Un sentimiento.
Ella es Claudia (Ximena Ayala), la callada, solitaria chica sin familia que trabaja en un gran supermercado como promotora y demostradora de nuevos productos, que un día cualquiera amanece con fuertes dolores en el vientre que terminan con ella internada en el hospital y operada del apéndice. Quien ocupa la cama vecina -lo sabrá después- es una mujer cordial y expresiva, madre de cuatro hijos, con quien traba una cálida relación amistosa. Marta (Lisa Owen) no habla de los motivos por los que se encuentra internada; después se sabrá del HIV que le detectaron tardíamente, de sus frecuentes internaciones y de la familia numerosa que ha sabido criar y a la que Claudia terminará sumándose después de que su nueva amiga la invite a subirse al modesto autito de la simpática tribu cuando a ambas las den de alta. De a poco irá incorporándose al grupo y aprenderá entonces lo que significa el calor de familia que ella nunca conoció.
Sainte-Luce no esquiva el costado dramático de la historia ni oculta las diferencias y dificultades que los personajes deben afrontar, pero muestra su inteligencia tanto para dejar abundante espacio al humor como para poner en juego sensibilidad y sutileza al definir las variadas personalidades de los cuatro chicos y las relaciones que van desarrollándose entre Claudia y cada uno de ellos, y por supuesto, entre las dos mujeres. En este terreno, debe destacarse el decisivo aporte de todos los actores, grandes y chicos, tan bien elegidos como conducidos. Es visible que ha habido un prolongado y detallista período de preparación.
Si como guionista, la realizadora da pruebas de su delicadeza y su penetración para delinear los diferentes caracteres, como narradora -aquí, con la ayuda inapreciable de Agnès Godard- exhibe una madurez llamativa en una debutante. La escena de la comida o la luminosa secuencia de la excursión a la playa son dos buenos ejemplos de esa idoneidad.