Underworld USA
Muchas películas no nos proponen el más mínimo riesgo o interés en tanto espectadores, por lo que, a poco tiempo de comenzar, todas las fichas están jugadas a nuestra (buena) fe en las posibilidades de un entretenimiento sin sorpresas ni altibajos ni interés. Los mejores de Brooklyn pertenece amablemente a esa imposible categoría (“no me ofrece nada nuevo pero no pierdo nada viéndola”), que, por otra parte, excede la relación natural de expectativas que establecemos con un film de género -cualquiera sea el género en cuestión, en donde hay un pacto tácito de patrones temáticos y arquetipos que no osamos poner en tela de juicio- justamente porque es de esas películas que buscan desmarcarse de su pertenencia genérica buceando todos y cada uno de los lugares comunes existentes para tal escape. Es decir, amigo espectador, si usted se cruza con el último film de Antoine Fuqua no espere ver una reedición del gran film -del mismo director- que fue Día de entrenamiento sino una suerte de variación coral de ese otro policial reciente llamado Código de familia pero dentro del código de un film como Traffic.
La pregunta pragmática sería, por lo tanto… ¿por qué motivo ver Los mejores de Brooklyn? Esencialmente porque pedirle al cine una caja de sorpresas como condición sine qua non resulta, al menos, una pedantería que no resiste ningún film promedio. En este camino, este policial demacrado no miente sus aspiraciones: se plantea como un ingreso puro y duro al submundo del delito de mano de una suerte de police procedural (subgénero policial sobre los métodos del accionar policíaco) que recorre un abanico de posibilidades éticas frente a dilemas morales similares. La película no demanda otra clase de espectador, sino aquel que establece con ella un pacto de no agresión. No nos va a bajar línea (excepto en algún momento aislado), no va a pretender hacer un fresco de época o de lugar, sino hablar, justamente, de lo gris, de lo promedio, como un estado moral (doble moral al fin: la del film y la de sus policías, los cuales podrían adscribir perfectamente al monologo del personaje de Vincent D’onofrio al comenzar el film): justamente, no hay buenos o malos sino estados de degradación que se tocan entre si. Si podemos ver alguna bajada de línea, la película nos la muestra de esa única manera. Lo cual no es tan malo.
El problema mayor radica en su duración desmedida, en ciertos problemas de casting (Richard Gere es el actor menos apropiado para personificar a un policía suicida y amante de una prostituta de buen corazón meno) que derivan en una conclusión poco feliz, un aroma final a cierta moralina que atenta contra los principios que la película enarbolaba (justamente, los de la existencia de matices y la convivencia cotidiana con esa moral), una pretensión coral que nunca es del todo justificada y que, al contrario, por momentos fuerza cruces inútiles. A todo eso sumémosle una falta de fe en otras salidas a los atolladeros convencionales del género, lo que implica la caída en operaciones reiteradas una y mil veces como si se trataran de hábiles giros de volante. Por último, su mayor inconveniente: el film se hace fuerte cuando confía en sus personajes a los que, súbitamente, por decisión de guión o vaya uno a saber qué motivo, abandona en pos del cierre, de la clausura, de la cesura del hiato que queda abierto.
Los mejores de Brooklyn es, en síntesis, una de esas películas bifrontes, que no molestan, que pueden verse con una indispensable dosis de disfrute, pero que en algún momento busca convencernos que es más importante la perspectiva, la conclusión que la suma de los colores, el trazo, el volumen de los contrastes y bajorrelieves: pudo haber entregado Cezanne (metáfora, estimado lector, metáfora), prefirió esconderse detrás del más elemental y simplón realismo.