Después de años de espera, la versión musical del clásico de Victor Hugo ha concretado por fin su traslado a la pantalla en una producción lujosa, interpretada por un grupo de actores de primera línea, capaces de afrontar el compromiso de una obra totalmente cantada y confiada al buen oficio de un director que venía con el antecedente de haber alcanzado, con El discurso del rey , un doble triunfo en la Academia: el Oscar al mejor film y al mejor director. Del material que tenía entre manos no cabe sino reconocer que la transformación de Los miserables en este espectáculo musicalizado por Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil y con letras en inglés de Herbert Kretzmer es una lograda muestra de oficio teatral. Con tales garantías no cabe sino suponer que los fans de la pieza, que se cuentan por millares en todo el mundo, saldrán satisfechos de los resultados. Se comprende: además de la música, la pantalla está colmada de atractivos: escenarios llamativos, ambientes suntuosos o pintorescos, vestuarios que recrean la Francia de las primeras décadas del siglo XIX, escenas de masas hábilmente concebidas y cierta grandilocuencia que se ajusta al género y a la novelesca historia de Jean Valjean y los otros desventurados que se cruzan en su camino, en general víctimas de injusticias y a veces también jóvenes rebeldes que planean el frustrado levantamiento de París en 1832.
En esa historia tiene por supuesto incidencia relevante su empecinado perseguidor Javert, que descree de la posibilidad de redención del hombre que pasó 19 años en la cárcel por haber robado un pan y por haber intentado fugarse reiteradamente.
Se ha hecho hincapié en la decisión de evitar las pregrabaciones y hacer que los actores interpretaran en vivo sus partes con el propósito de favorecer su compromiso emotivo y trasladar esa intensidad al film. Una elección que parece haber sido contraproducente, como si se hubiera convertido en una presión extra para gran parte del elenco. Si esta desventaja no se advierte desde el comienzo, cuando llega la maravillosa escena en que Anne Hathaway (Fantine) canta en primer plano y con una emoción que eriza la piel "I Dreamed A Dream", todo el resto de las performances suenan, por comparación, deslucidas, quizá correctas, pero desprovistas de vibración, sobre todo porque a partir de entonces nunca vuelve a alcanzarse esa intensidad. El film extraña (necesita) esa vida palpitante, esa pasión que Hathaway (justamente distinguida en los Globo de Oro) le entrega para convertirlo en una película genuina y ahuyentar el peligro de que se lo vea como la mera ilustración (prolija, elaborada, elegante) de un espectáculo teatral.
El elenco, en general impecable, tiene al meritorio Hugh Jackman al frente como un Jean Valjean a veces falto de ímpetu, e incluye una pareja cómica (Bonham Carter / Baron Cohen) que, como apuntó algún malicioso, parece escapada de un film de Tim Burton.