El miedo bajo control
El cine de las últimas décadas ha estado ofreciendo de manera intermitente una versión alternativa de los superhéroes con respecto a la tontuela mainstream hollywoodense que paradójicamente se toma demasiado en serio a sí misma y ya cansó por su repetición y múltiples redundancias símil fast food audiovisual para oligofrénicos que jamás maduraron, basta con pensar en trabajos de índole sarcástica como Hombres Misteriosos (Mystery Men, 1999), de Kinka Usher, Defendor (2009), de Peter Stebbings, y Kick-Ass (2010), de Matthew Vaughn, o en opus de índole dramática/ apesadumbrada como las interesantes Lo Llamaban Jeeg Robot (Lo Chiamavano Jeeg Robot, 2015), de Gabriele Mainetti, Freaks (2018), de Zach Lipovsky y Adam B. Stein, y Código 8 (Code 8, 2019), de Jeff Chan, todas obras que pretendieron -en mayor o menor medida- quebrar el patrón estándar craneado para el consumo superficial planetario. Ahora bien, el caso de Los Nuevos Mutantes (The New Mutants, 2020) es bastante extraño porque es un proyecto del mismo seno de los grandes estudios que pretende despegarse de las franquicias bobaliconas eternas de Marvel mediante un tono retórico empardado al cine de terror tradicional, incluso en parte dejando de lado la cadencia aventurera y de ciencia ficción correspondiente a la saga a la que la película está vinculada por filiación directa, hablamos de aquella que comenzó con X-Men (2000) y X-Men 2 (2003), ambas dirigidas por Bryan Singer. Aparentemente la idea detrás de este insólito volantazo fue del realizador Josh Boone, quien venía de entregar dos simpáticos productos rosas de raigambre muy romántica, uno bastante light y olvidable, Un Lugar para el Amor (Stuck in Love, 2012), y otro mucho más fatalista que apuntaba sin más al mercado adolescente, Bajo la Misma Estrella (The Fault in Our Stars, 2014), un mega éxito a nivel mundial que le generó un cheque en blanco y la entrada al Hollywood más pomposo que no escatima en gastos y después se asusta por la enorme inversión de turno.
Fueron precisamente los titubeos y las indecisiones de los jerarcas de la 20th Century Fox los que retrasaron tres años el estreno de un film rodado en 2017, sin que se pongan de acuerdo del todo acerca del dilema de volcar el asunto al cien por ciento hacia el horror o “maquillarlo” vía el típico acervo de Marvel, eso de construir un exponente sci-fi repleto de ridiculeces, CGIs y chistecitos huecos de cotillón para que aplaudan las focas sin cerebro, circunstancia a la que para colmo se sumó un supuesto cronograma de refilmación que jamás tuvo lugar, primero, y la adquisición de la Fox por parte de la Disney, a posteriori, con el subsiguiente desinterés por parte de la compañía de Mickey Mouse hacia un producto que no sabían cómo vender, optando por permitir a Boone terminar la propuesta según su visión original. El resultado de todas estas vueltas, demoras y diversos caprichos es una faena mediocre aunque al mismo tiempo interesante dentro de la paupérrima coyuntura industrial de nuestros días del séptimo arte, un trabajo relativamente pequeño y hasta coherente a nivel narrativo y formal pero asimismo sin verdadero vuelo artístico propio más allá de su condición de anomalía símil pastiche retro curioso, en este sentido vale aclarar que el director y guionista combina un estudio de encierro semi estudiantil semejante al de El Club de los Cinco (The Breakfast Club, 1985), de John Hughes, muchas críticas a la psiquiatría y su autoritarismo de base a lo Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), de Milos Forman, o Shock Corridor (1963), de Samuel Fuller, y en especial una batalla grupal de jóvenes prodigios contra entidades y situaciones oníricas/ surrealistas en la tradición de Pesadilla en lo Profundo de la Noche 3: Guerreros del Sueño (A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors, 1987), de Chuck Russell, sin duda la mejor del pelotón de secuelas de la obra maestra de 1984 de Wes Craven, todo un pivote en cuanto a los planteos y la escenificación de los miedos y los dolores íntimos materializados.
La historia en sí es muy simple y pasa por la catarata de situaciones amenazantes abstractas que padecen los pacientes de un hospital/ centro de detención dirigido por la Doctora Cecilia Reyes (Alice Braga), en esencia la única persona que trabaja en el lugar y ella misma una mutante capaz de generar campos de fuerza alrededor del edificio en cuestión para que los internos no escapen ni surja la rebeldía. Los reos adolescentes, a los que se les dice que están en una especie de instituto que los ayuda a lidiar con sus habilidades en eclosión y flamantes traumas, son la recién llegada Danielle Moonstar (Blu Hunt), una indígena cheyene que se quedó huérfana luego de la destrucción total de su reserva por un aparente tornado, y los más veteranos Sam Guthrie (Charlie Heaton), quien puede volar y derribó una mina sobre su padre y compañeros de trabajo, Roberto da Costa (Henry Zaga), brasilero que puede manipular la energía solar y quemó sin querer a su novia hasta matarla, Illyana Rasputin (Anya Taylor-Joy), una rusa adepta a las espadas que puede viajar entre diversas dimensiones y que mató a 18 hombres luego de un pasado de esclavitud sexual infantil, y Rahne Sinclair (Maisie Williams), una licántropa y ferviente cristiana que fue tachada de bruja por el clérigo de turno, el Reverendo Craig (Happy Anderson), el cual encima le estampó con un hierro al rojo vivo una “w” de witch/ bruja en su espalda. Desde ya que el formato policial de whodunit de Boone -aplicado a quién sería el responsable de los monstruos que aparecen por arte de magia en las instalaciones- rápidamente se cae a pedazos porque las encarnaciones de los temores y tragedias de cada paciente arrancan con la para nada sutil llegada al hospital de Moonstar, de hecho la interna que no sabe cuál es su poder de mutante y que viene de bloquear el recuerdo de la masacre en la reserva porque el episodio incluyó a su padre (Adam Beach), dejando en claro que su capacidad fantástica pasa por recrear el dolor arrastrado y su inmadurez por no saber contenerlo como es debido.
Indudablemente a Los Nuevos Mutantes hay que reconocerle las buenas intenciones, el afán de “hacer otra cosa”, las citas explícitas y estructurales a Buffy, la Cazavampiros (Buffy, the Vampire Slayer), la recordada serie de Joss Whedon, y el hecho de incluir no sólo temáticas más o menos pesadas -para el promedio banal hollywoodense- como la orfandad, la muerte accidental, los intentos de suicidio, el lesbianismo, el bullying y las autocracia y soberbia de las instituciones de disciplinamiento, sino también a la genia de Anya Taylor-Joy, una de las mejores intérpretes de la actualidad y actriz insignia de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, Morgan (2016), de Luke Scott, Fragmentado (Split, 2016), de M. Night Shyamalan, Purasangres (Thoroughbreds, 2017), de Cory Finley, Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, y Gambito de Dama (The Queen’s Gambit, 2020), la maravillosa miniserie de Scott Frank y Allan Scott para Netflix. También se podría decir que el realizador se las arregla para conciliar las dos patas conceptuales principales del universo de los X-Men, léase la condición de marginados símil inmigrantes de los protagonistas y el doble rol de víctimas y victimarios a lo legión de menesterosos del capitalismo que se cansan de los atropellos y responden fuego con fuego, con uno de los recursos clásicos del melodrama de pérdida del ser querido, nos referimos a esa culpa del sobreviviente que en este caso se metamorfosea en una responsabilidad en la muerte de turno aunque fortuita por desconocimiento de la propia esencia y capacidades. Las actuaciones son muy buenas y en general los CGI están reducidos al aparatoso desenlace reglamentario, ahora centrado en una batalla contra un Oso Demonio gigantesco cortesía de Danielle que se alimenta del miedo de los seres humanos, sin embargo las simplificaciones, clichés y dicotomías de Boone embarran un desarrollo de personajes que podría haber sido más complejo y un sustrato narrativo que podría haber sido mucho más oscuro y/ o adulto en serio, amén de una Reyes que se siente un tanto enclenque como la villana humana diletante del control que -como buena representante del poder sedimentado en las sombras, aquí llamado Essex Corporation- pretende convertir en asesinos a sus pacientes como si estuviésemos hablando de Nikita (1990), de Luc Besson, más que de las rutinarias creaciones de Chris Claremont y Bob McLeod, artífices del spin-off original de 1982 en historieta de la saga de X-Men. El cine de superhéroes está muerto desde hace más de una década, por obra y gracia de unas Marvel y DC que saturaron el mercado con una retahíla de exploitations de cuarta categoría del Batman de Christopher Nolan, y productos como Los Nuevos Mutantes no pasan de ser la excepción que confirma la regla, ya que demuestran que hasta cuando quieren salirse del patrón de la mediocridad redundante los grandes estudios vuelven a caer indefectiblemente en la misma penosa senda de siempre…