Alabado sea el Señor
Como todo país anglosajón en el que dominaron o dominan las diversas facetas y vertientes del cristianismo protestante, Estados Unidos siempre estuvo tapizado de una infinidad de autodenominados “templos” y autodenominados “pastores” que se mueven bajo la sombra organizativa jamás reconocida de la Iglesia Católica, un modelo institucional tomado de ejemplo cual ideal paradójico porque en simultáneo se lo ataca e imita en muchos aspectos, y en esencia funcionan como sectas relativamente autónomas pero sindicalizadas en las que los feligreses -cero hipocresía de por medio- sostienen económicamente al supuesto líder espiritual y su credo de salvación, éste más o menos pomposo o ascético. La gigantesca y laberíntica industria del espectáculo del país terminó influyendo y retroalimentándose con su homóloga religiosa y así con el transcurso de los años las corrientes más ortodoxas del luteranismo y el calvinismo mutaron en una fe más popular y extasiada que desencadenó el evangelicalismo o cristianismo evangélico, un movimiento piadoso protestante muchísimo más circense que sus equivalentes del Reino Unido y Alemania, por ejemplo, y por ello se fue pasando de manera progresiva desde la antiquísima presencialidad en las parroquias a la masividad facilista y mucho más instantánea, locuaz y manipuladora -porque juega con el aislamiento y la soledad hogareña de los adeptos- de la televisión full time, los eventos esporádicos presenciales y sobre todo las donaciones por teléfono/ a distancia, objetivo máximo hacia el cual se encauzan estas voluntades cooptadas y condicionadas a gusto. Dos fueron los programas fundamentales del rubro, The 700 Club, magazine televisivo cristiano creado en 1966 por Pat Robertson como desprendimiento de un telemaratón devoto, y The PTL Club, otro show de TV en este caso craneado por Jim Bakker en 1974 y conducido por el susodicho junto a su encantadora y muy bizarra esposa, Tamara Faye LaValley (1942-2007), dúo que había empezado como pastores itinerantes para luego saltar a los programas para niños y la educación moral/ fervorosa/ comunal con títeres y eventualmente terminar generando uno de los mayores imperios religiosos de América del Norte con el matrimonio Bakker como los televangelistas más poderosos en un segmento creyente caracterizado por una competencia siempre feroz y demencial, pensemos en este sentido que la marca PTL (Praise the Lord/ Alabado sea el Señor) terminó expandiéndose a una cadena con su propio satélite, PTL Television Network, e incluso a un parque temático cristiano que facturaba millones y competía con los dos de la Walt Disney en California y Florida, Heritage USA.
Los Ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, 2021), película en verdad estupenda dirigida por Michael Showalter y escrita por Abe Sylvia, profesionales de larga experiencia televisiva y el segundo responsable además de la dirección de la amena Dirty Girl (2010), está basada en el también excelente documental homónimo del 2000 de Fenton Bailey y Randy Barbato, una faena -narrada por el célebre drag queen RuPaul Andre Charles alias simplemente RuPaul- que se concentraba en la estrepitosa caída de los Bakker en 1987 por la revelación pública de que una secretaria del consorcio PTL, Jessica Hahn, recibió de Roe Messner, el principal constructor de Heritage USA y amigo del matrimonio, la friolera de 287.000 dólares para que no formule denuncia legal alguna en lo que supuestamente fue una violación de parte de Bakker y otro televangelista, John Wesley Fletcher, dupla que la habría drogado y habría abusado de ella, probable mentira por el chantaje, el volumen de efectivo en juego y los rumores de siempre de la homosexualidad reprimida de un Jim que tuvo encuentros íntimos con Fletcher que siempre optó por negar; a lo que para colmo se suma el hilarante Golpe de Estado intra gremio protestante televisivo de Jerry Falwell, otro pastor muy poderoso de su tiempo que si bien no compartía nada con los Bakker, éstos más moderados y tendientes a respetar a los gays, los drogadictos y los enfermos de SIDA en una época de condena evangelista mayoritaria bien furiosa, de a poco se impuso como “amigo” de Jim sirviéndose del temor paranoico que el hombre sentía ante la posibilidad de que la competencia, simbolizada en un tal Jimmy Swaggart, tomase el control de su imperio religioso, derivando en la pronta expulsión del matrimonio de PTL y el control absoluto de un Falwell que no sólo hegemonizó el programa, la cadena y el parque sino que los terminó de fundir, presentando la bancarrota en 1989, y hasta le soltó la mano por completo a los Bakker, denunciando su codicia, lujos y corrupción -siempre con el dinero donado por los feligreses- al punto de permitir que el fisco estadounidense los descuartizase en tribunales y condenase a Jim a 45 años de prisión por fraude y conspiración, sentencia que a posteriori se redujo a ocho años y así le permitió salir libre en 1994 después de cumplir apenas cinco efectivos. Tammy, quien tuvo un affaire con el productor discográfico Gary S. Paxton, se divorció de Jim en 1992 y después se casó con Messner, salió indemne de este caos porque su marido de entonces controlaba la dimensión financiera del imperio y ella los contenidos en general, amén de su exitosa carrera musical paralela como sublime cantante de góspel.
La realización de Showalter, un especialista en comedias que en términos cinematográficos fue el artífice de las atendibles y bastante inusuales -para el conservadurismo mainstream contemporáneo y todos esos estereotipos de siempre- The Baxter (2005), Mi Nombre es Doris (Hello, My Name Is Doris, 2015), Un Amor Inseparable (The Big Sick, 2017) y Dos Tórtolos (The Lovebirds, 2020), recupera este tragicómico derrotero manteniendo el punto de vista de Tammy (Jessica Chastain) aunque sin descuidar la óptica complementaria de su esposo y socio innegable a lo largo de tantos años de vida y carrera artística y religiosa, Jim (Andrew Garfield), devenir que comienza con el trauma familiar del divorcio de la madre de ella, Rachel (Cherry Jones), pianista y devota protestante tradicional que homologaba fe con humildad inobjetable y después se casó con Fred Grover (Fredric Lehne), un hombre común y corriente y no tan fanático cristiano ascético como su mujer. Tammy conoce a Jim en la universidad y ambos rápidamente se casan para poder mantener relaciones sexuales sin culpa y comienzan un tour por el interior yanqui que los lleva a generar contactos para ingresar en la TV con un programa infantil, donde Bakker aparentemente le regala la idea a Robertson (Gabriel Olds) de crear The 700 Club sin que éste reconociese el origen real del show, etapa en la que también se topan con el eventual verdugo público, Falwell (Vincent D’Onofrio), un magnate que como todos en un principio no le da la importancia debida a la visión empresarial expansiva y muy ambiciosa de Jim y a la interpretación pluralista del evangelio de Tammy, quien a diferencia de los otros pastores y pastoras de su tiempo no sentía que su misión era condenar al Infierno a colectivos sociales por puro prejuicio sino incluir a todos los grupos de “consumidores” -especialmente a los marginados, todos ellos- dentro del suculento público a captar, sin toda esa fanfarria habitual de derecha en contra de los adúlteros, los homosexuales, los abortistas, los drogodependientes, los criminales y los divorciados, entre muchos otros. Echando mano de un tono inusitadamente farsesco y anti demagogia sentimental hollywoodense ya que en esta oportunidad la meta es humanizar a los personajes no desde el naturalismo aburrido estandarizado sino mediante una caricatura cariñosa y exaltada que subraya el delirio plutocrático, espiritual y político hegemónico de fondo, el film explora la consolidación financiera y mediática evangélica de los Bakker y su crisis escalonada y su colapso por el affaire de ella con Paxton (Mark Wystrach), la frigidez de Jim y por supuesto el mega escándalo sexual y económico, los últimos clavos del ataúd.
Si bien el desempeño de Garfield y del querido Vincent D’Onofrio es realmente supremo, el personaje del primero una especie de workaholic al que le gusta “juguetear” con Fletcher (Louis Cancelmi) y nunca termina de asumir su dominio eclesiástico dentro del segmento evangelista y el personaje del segundo una momia reaccionaria que detesta al feminismo, el Flower Power y el pacifismo de los 60 y 70 y el movimiento gay de los 80, a decir verdad el alma máter de la película es una Chastain extraordinaria y efervescente que entiende a la perfección que la única forma de retratar a LaValley -luego apellidada Bakker y Messner- es a través de la sobreactuación ya que la figura de carne y hueso, la Tammy Faye real, era precisamente ello, una pose alegre y despampanante eterna que se comió a la chica insegura de antaño y que se tambaleaba entre la candidez batallante que nunca baja los brazos y la resignación cuasi melancólica ante los ataques, burlas y agravios que le llovían desde todas partes, circunstancia representada en su risita muy femenina, su adicción a los ansiolíticos, su gusto por las latas de Coca Cola dietética y en su retahíla de sensibilidad lacrimógena, cirugías estéticas ultra deformantes y maquillaje tatuado en su piel, con labios, ojos y cejas permanentemente delineados para el impacto como si su existencia prosaica o privada se confundiese de lleno con la pública de The PTL Club y más allá, incluida su condición de icono frankensteiniano de la comunidad LGBT y sus numerosas intervenciones en eventos, recitales, sitcoms, realitys y el programa de Larry King hasta su fallecimiento a los 65 años por cáncer de colon y pulmón, dejando atrás dos vástagos con Jim, Sissy y Jay. Los Ojos de Tammy Faye, título que apunta a esta artificialidad contradictoriamente humana por lo vulnerable y pasional, no sermonea al espectador sobre la evidente malversación de fondos de la pareja porque desde el vamos se enfatiza que su concepción del cristianismo no es la fetichista hipócrita para con los menesterosos y los desvalidos sino esa otra que celebra la opulencia, la masividad más vulgar y el carácter teatral y llamativo de una fe que promete devolverle con creces a los fieles que donan sus respectivas bendiciones monetarias, estafa en la que caen los imbéciles de vieja escuela aunque también los payasos new age y nuevos hipsters piadosos de cotillón. El Hollywood bobo actual, uno que se toma muy en serio a sí mismo y saca productos intercambiables a montones, ya no entrega obras tan disfrutables y sinceras como el film que nos ocupa, una epopeya fascinante sobre el sustrato mafioso e hiper grotesco de la industria de la sanación y de la religión organizada de nuestros días…