El triunfo del mainstream sobre la provocación
Hay, en el universo mainstream, cosas para todos los gustos. Tiempo atrás, en épocas de flatulencias, eructos, vómitos, consoladores, pis y caca de todo tipo, cuando decir los hermanos Farrelly en una lista de las mejores películas del año era un acto “extravagante y provocador”, muchas cosas y gustos tenían menos espacio para encontrar su salida.
Casi con una década encima de instalación y consolidación, la llamada Nueva Comedia Americana supo encontrar sus puntos más brillantes y resistidos así como su exposición y celebración mainstream. Dentro de ese segundo grupo, uno podría ingresar, sin miedo a equivocarse, a la serie de películas de la saga Fockers: La familia de mi novia (1999), Los Fockers: La familia de mi esposo (2004) y ahora Los pequeños Fockers (2010). Y, entre lamentos y celebraciones, quizás comenzar a convencerse de que eso que supo ser extraordinario es hoy un modo más de la comedia industrial americana.
Ahora, ¿acaso hay algún inconveniente o impedimento para disfrutar de una comedia plenamente industrial? No. En todo caso, el lamento del crítico es otro: la saga Fockers es un perfecto ejemplo de cómo, cuando la comedia se dobla o se rompe, los que la mantienen en pie son los cómicos.
Y algo de esa nostalgia invade cuando uno se encuentra con el mecanismo, los gags efectivos pero automáticos al fin de Los pequeños Fockers. Entonces se instala una sensación ambigua: la película es disfrutable, es graciosa, es ligera y rápida, es simpática y amable, pero a diferencia de films como Todo un parto no nacen de un lugar común para rizarlo hasta que eso que todos conocemos se parezca a otra cosa, sino que destila todos y cada uno de los recursos previsibles y programados.
La película encuentra, sin ir más lejos, a todos los personajes de las películas anteriores casi tirando la casa por la ventana: ahí está Stiller y su eterno personaje de perdedor sin suerte en el lugar y momento equivocados, ahí está De Niro con su personaje sádico-psicópata-jefe de familia dispuesto a utilizar al resto (pero principalmente al Focker que interpreta Stiller como conejillo de Indias), ahí está la escatología y la hiperactividad sexual de los personajes de Dustin Hoffman y Bárbara Streisand, ahí está la falsa neutralidad y el gesto impávido de Owen Wilson, quien aporta el estallido en la calma. Todos y cada uno de estos elementos funcionan, pero, a su vez, no hacen más que eso: funcionar.
Diez años atrás una cadena de vómitos, pis, esperma, caca, flatulencias y todo tipo de efluvios corporales podían salvar el día. Eran, al fin y al cabo, momentos liberadores en un contexto de fuerte conservadurismo y de una comedia industrial sin rumbo definido, sin cómicos estrella. Pero eso que ayer era el respiro, hoy puede ser agobio. Eso que daba libertad, hoy se vuelve una suma de piezas funcionales de una máquina que por efectiva no es perfecta.
Quizás en eso radique la preocupación: que este tipo de comedias se hayan convertido en una más. Que por más variables y escatología que se intente, provoque la sensación irreparable de un techo, de un marco acotado, de la tarea cumplida. Y en ese terreno, de cálculo, especulación y efectividad, no nos acostumbramos a ver a tipos como Stiller, Adam Sandler o Will Ferrell. Será el signo de los tiempos: el cambio trae adaptación. Y habrá que entender que -disculpe el lector- los pedos se están poniendo viejos.