Mascotas revoltosas en un film destinado a los más chicos
No es la primera vez que Jim Carrey tiene animalitos como compañeros de elenco, pero en este caso está más cerca de las viejas comedias familiares de Disney que del ininterrumpido festival de morisquetas de Ace Ventura, detective de mascotas. El público al que se dirige es otro -por su ingenuidad puede presumirse que se trata del sector más joven de la platea infantil-; el humor, simple y directo, con bastante de disparate, mucha comedia física y no demasiado ingenio; el atractivo principal, la presencia de media docena de pingüinos trasplantados sin escalas de la Antártida a un lujoso piso de Manhattan y obligados a adaptarse a su nuevo hábitat, y el mensaje, una apelación a la unidad de la familia.
Todo proviene de un clásico relato infantil que ha sido muy libremente adaptado para ponerlo al servicio de Carrey y para adjudicarles a los pingüinos una misión redentora: gracias a ellos se afirmará el vínculo entre el atareadísimo señor Popper y su familia. Porque a pesar de que toda su vida sufrió la ausencia de un padre trotamundos, ahora, cuanto más crecen sus éxitos inmobiliarios y más disminuyen sus tiempos libres, más se ha afectado la relación con los suyos, en especial con su hija, aunque cuenta con la benevolencia y la comprensión de su ex esposa, y su hijo menor es su fan incondicional. Hasta que un día recibe la noticia de la muerte de su padre y, al poco tiempo, su herencia: seis pingüinos. Justo cuando está por concretar su negocio más brillante (la compra de un restaurante tradicional) y con él, el ingreso como socio en la firma para la que trabaja.
Popper está tironeado. Por un lado los chicos, que entusiasmados con las nuevas mascotas conviven con él con mayor frecuencia; por otro, la dueña del restaurante, una dama que pone demasiadas condiciones para conceder la venta. (Una subtrama que parece inventada para que Angela Lansbury demuestre que a los 85 sigue siendo la misma gran comediante de siempre). Y en el medio los pingüinos, que trastornan la vida en casa, aunque suelen entretenerse mirando films de Carlitos Chaplin en TV, y cuando salen son capaces de convertir la rampa del museo Guggenheim en un gigantesco tobogán. No es mucho, como tampoco es mucho el ingenio que ha aportado el trío de adaptadores. Pero Carrey grazna, patina, hace algunas morisquetas e imita a James Stewart, y los huéspedes antárticos, que por suerte no hablan, divierten a los más chiquitos. A ellos, más que a los fans de Carrey, está destinado este modesto entretenimiento.