Hablar de Lumpen, la opera prima de Luis Ziembrowski, es hablar de una película que en prácticamente los primeros veinte minutos pierde el norte. Uno va adivinando las ideas, se deja llevar por más de una audacia narrativa o técnica y va familiarizándose con los personajes, pero la cuestión de fondo que da forma al relato se pierde una y otra vez. Se trata de un caos lleno de buenas intenciones, pero con eso no alcanza. Podríamos casi hablar de una enorme estructura fragmentaria a la que le terminan sobrando tanto personajes como situaciones.
Lumpen ocurre en alguna parte del conurbano bonaerense y tiene una estética marginal que parece buscar un realismo crudo, como bien pudo tenerlo el cine marginal de los `90. Sin embargo, en contraste, carga de expresividad momentos de tensión con sonido y provoca extrañamiento en algunas secuencias pesadillescas donde el color aparece usado con inteligencia. Esta incoherencia estética acompaña lo que sucede en el guión fragmentario que nos ofrece Ziembrowski: uno puede entender que se quiere hablar del poder del registro, de la crisis fuera de campo amenazante sobre esa pequeña comunidad y sus consecuencias, del miedo y los prejuicios o incluso de una crítica social que podríamos situar en una Argentina en crisis. Pero todo esto se disuelve rápidamente porque la película nunca desarrolla un lineamiento, una pista certera, deja todas esas ideas fluir como una cortina de humo en torno al personaje de Bruno (Sergio Boris), que termina interactuando con una gran gama de personajes que nunca adquieren relieve. En el medio de este caos asoman buenas actuaciones, en particular Boris y Alan Daicz, que interpreta a su hijo.
Caótica y apenas relevante en algunos segmentos, Lumpen se pierde entre ideas que nunca terminan de madurar en el relato, dejándonos la impresión de una película apenas esbozada que, en caso de haber tenido una estructura más sólida, podría haber sorprendido.