Una paradoja en Sudáfrica.
Por lo general cualquier intento por definir la figura de Adam Sandler rápidamente deriva en apreciaciones muy coloridas sobre su incapacidad interpretativa, la mediocridad de los productos en los que participa, qué puesto ocupará el film en cuestión en el ranking de las “peores películas del año” o la vergüenza ajena que despiertan los colegas que lo acompañan en dichas “aventuras cinematográficas”, por utilizar un eufemismo a la altura de las circunstancias. Si bien siempre encontramos algún que otro desubicado que reconoce ver sus opus, aunque por suerte casi nadie osa defenderlos, lamentablemente su nombre es sinónimo de bazofia vulgar y un sinfín de insultos -para nada diplomáticos- hacia el señor.
Lo cierto es que en el trajín de este desprecio merecido, muchas veces se pasa por alto el hecho de que no toda la obra de Sandler es un desastre absoluto: llegado este punto conviene aclarar que no nos referimos a la excelente Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love, 2002) de Paul Thomas Anderson, el único indicio real de que el actor puede ir más allá de esa comedia ingenua y grasienta que lo caracteriza, sino más bien a la amplitud cualitativa -escueta, por supuesto, pero innegable- de una carrera que a simple vista parece girar sobre sí misma y morderse la cola. Tampoco deberíamos indignarnos tanto ante su “propuesta promedio” ya que asalariados de un género/ estilo determinado hubo siempre.
En buena medida Luna de Miel en Familia (Blended, 2014) tiene el curioso privilegio de ser una de sus realizaciones más “amenas” a nivel formal aunque a costa de haber adoptado los esquemas del conservadurismo estadounidense más cuadrado. En ocasiones, a lo largo del metraje, la paradoja genera sonrisas involuntarias: este nuevo exponente de Happy Madison Productions, la compañía desde la que concibe sus propios proyectos, funciona como una oda vetusta al matrimonio tradicional, léase el de “marido y mujer” con sus vástagos correteando por ahí cual animales pastando en el prado. Precisamente todo el relato está encausado hacia la legitimación paulatina de ese modelo de felicidad petrificada.
Así las cosas, la historia se centra en Jim (Sandler), un viudo con tres niñas, y Lauren (Drew Barrymore), una divorciada con dos varones, otra de esas parejas desparejas que por la “magia hollywoodense” termina haciendo turismo en una Sudáfrica de cartón pintado y descubriendo el amor, o -en otras palabras- la necesidad de combinar clanes para “reparar” esa miseria crónica que arrastran por vivir “en soledad”. A partir de un devenir que se extiende más de lo debido pero que por lo menos reduce al mínimo el cúmulo habitual de chistes retrógrados, infantiles, racistas, escatológicos y/ o de citas banales, el convite lleva su mediocridad con relativa cautela y construye un verosímil tan fatuo como ridículo…