Luna nueva, sacrificios en nombre del amor
Segunda parte de la saga basada en la obra de Meyer
La -hasta ahora- tetralogía literaria debida a Stepehnie Meyer está destinada a un público bien específico -en su mayoría femenino y adolescente-, que seguramente esperaba esta segunda adaptación fílmica con ansiedad que supo ser multiplicada por una hábil campaña de lanzamiento: mucha promoción, mucho merchadising, mucho misterio y unos pocos anticipos administrados en dosis breves y esporádicamente. Quizás hacía falta semejante operación ya que lo que la historia traía de novedoso -vampiros buenos, vegetarianos y vírgenes; indios licántropos en eterna guerra con ellos, el amor concebido como una fatalidad que justifica cualquier sacrificio, la visión idealizada del dominio que cada personaje puede ejercer sobre sus impulsos, adolescentes capaces de defender sus propias elecciones más allá de la opinión de los adultos, etc.- ya había sido expuesto en Crepúsculo .
Pasada la novedad, sólo queda en Luna nueva averiguar cómo podrá avanzar el romance entre la simple mortal y el pálido muchacho que ya pasó los cien, pero sigue aparentando 18 y así lo será por los siglos de los siglos salvo que ella, mordisco mediante, se pase al otro bando.
Este segundo capítulo es casi un torneo de renunciamientos románticos. El de Edward, vampiro generoso, que miente su desamor por Bella como en el tango: "A conciencia pura" y nada más que por salvarla. Y el del quileute amigo que siempre la amó en silencio y la acompaña en su obligada viudez, pero también se aparta antes de que en algún rapto de malhumor el lobo que lleva dentro desfigure el bonito rostro de la chica.
Todo esto -matizado por alguna disputa entre vampiros y hombres lobo, una visita muy vistosa a la aristocracia vampírica (en Volterra, Italia), un par de salvamentos de último momento, algún humor involuntario (la oportuna llamada telefónica del galán vampiro) y bastante exhibición de musculosos torsos masculinos (a pedido de las chicas, se supone)-, no alcanza sino para completar las largas dos horas de película con mucha, demasiada conversación y una intensidad romántica más declarada que perceptible.