El exilio interior
Los diferentes aspectos de la soledad y la edificación de un mundo íntimo propio son los dos ejes de Luz de luna (2016), una propuesta brillante que traza una serie de puntos en común entre la familia, el barrio, el colegio y ese amor arrastrado a lo largo del tiempo…
La segunda película de Barry Jenkins luego de su ya lejano debut, la correcta Remedio para Melancólicos (Medicine for Melancholy, 2008), supone un progreso enorme en términos narrativos y en lo que atañe al enfoque macro de su obra: Luz de Luna (Moonlight, 2016) es una rareza para los estándares del cine norteamericano actual porque recupera en parte la entonación del indie de las décadas de los 80 y 90 y hasta se permite alguna que otra referencia -en el campo espiritual, si se quiere- a la Nouvelle Vague. Estamos ante un film bellísimo que analiza la maduración psicológica/ de género de un joven afroamericano que vive en los suburbios pobres de Miami, en donde de manera directa o indirecta debe lidiar con la drogodependencia, el maltrato en el colegio, el abandono familiar y las crisis propias de las distintas etapas que conforman el proceso de construcción de la identidad particular.
Dividido en tres capítulos intitulados “Little”, “Chiron” y “Black” respectivamente, según los dos seudónimos y el nombre del protagonista principal, el relato nos ofrece la niñez, adolescencia y adultez de Chiron (interpretado por Alex R. Hibbert, Ashton Sanders y Trevante Rhodes), quien convive con su madre abusiva y adicta al crack Paula (Naomie Harris). La historia comienza cuando Juan (Mahershala Ali), un traficante de drogas, lo descubre escondido en una casa deshabitada luego de ser perseguido por un grupo de compañeros de escuela. Frente al mutismo del pequeño, el hombre lo lleva a su hogar, le da de comer y le presenta a su novia Teresa (Janelle Monáe), lo que de inmediato se convierte en el preludio de una amistad entre Chiron y la pareja. Otro cable a tierra es Kevin (Jaden Piner, Jharrel Jerome y André Holland), su único contacto concreto con alguien de su edad.
En todo momento el opus de Jenkins juega a la par con las tribulaciones de la comunidad de Miami y la alienación del protagonista, haciendo que ambos territorios se crucen y se retroalimenten en función del progreso de la trama. El laconismo de Chiron y su pasividad durante buena parte del metraje calzan perfecto con los acentos poéticos que el realizador suele insertar en determinados puntos del desarrollo, redondeando personajes de una generosa humanidad gracias a -precisamente- sus paradojas (tanto Juan como Paula nunca merecen una condena absoluta porque muchas de sus actitudes dejan entrever una búsqueda constante de redención y amor). Este es quizás el gran dualismo detrás de la faena: por un lado tenemos el arrepentimiento de todos los personajes que rodean a Chiron y por el otro la falta de realización como individuo del muchacho, siempre al borde del colapso rotundo.
Hay que concederle a Jenkins el mérito que le corresponde porque el cineasta consigue aunar influencias tan disímiles como la nostalgia etérea de Wong Kar-Wai, las epopeyas de reconciliación del Pedro Almodóvar más maduro y hasta esos retratos totalizadores de los ghettos del comienzo de la carrera de Spike Lee. La dinámica general de los vínculos es francamente exquisita ya que aquí prima la interrelación entre seres heterogéneos con una enorme riqueza emocional, en consonancia con una dirección de actores que obtiene un desempeño excelente por parte de todo el elenco. La verdad cassavetiana a la que aspira Luz de Luna difumina la condición de “negro pobre” de Chiron y su inclinación hacia la homosexualidad, apostando en cambio por un naturalismo de trasfondo universal que pretende poner en el centro de la escena a las inquietudes y cuentas pendientes afectivas.
Ahora bien, los únicos detalles flojos del guión del director, a partir de una historia original de Tarell Alvin McCraney, se dan con motivo del atropello escolar, el cual apela a algunos estereotipos de la reestructuración de personajes vía bullying (en especial el caso del amigo que se transforma en abusador por las presiones de la coyuntura social). A diferencia de casi todo el cine contemporáneo, la violencia en esta oportunidad aparece mayormente solapada y reconvertida en angustia interior, una suerte de exilio del mundo a través del encierro anímico en uno mismo. La fotografía de James Laxton y la música de Nicholas Britell -ambas construidas con retazos, superposiciones y un apego minucioso hacia la intimidad- son los comodines que utiliza Jenkins para apuntalar un trabajo extraordinario que nos ayuda a entender la complejidad del derrotero formativo de nuestra idiosincrasia…