Claroscuros
Reygadas es, sin lugar a dudas, un director irritante. Es de esos directores que generan una incomodidad manifiesta desde el vamos cada vez que se enfrenta una película suya. Pero no es una incomodidad por las formas o por los temas que trabaja sino por el clima que suele generarse en relación a su figura como director, situación asimilable a la de un Albert Serra: por momentos, se presenta una expectativa desmedida con lo que sus films ofrecen.
Sin ser un fanático ni seguidor del director, luego de toparme con Luz silenciosa, cuando menos, la situación cambió: por primera vez dentro de la obra del director todos y cada uno de los elementos formales, expresivos, tienen algo para decir. En resumidas cuentas: los mecanismos formales dejan de ser una forma derivada de la histeria y la provocación estéril (ver Batalla en el cielo o Japón) para ser funcionales a su narración.
Ahora sí debemos preguntarnos si esto hace de Luz silenciosa una película extraordinaria. La primer respuesta es no, justamente porque la extensión y la manipulación de algunos de los recursos expresivos terminan anulando la efectividad narrativa inicial en pos de un formalismo vacuo, plagado de bellos movimientos de cámara pero reiterativos, sin vida.
La película, en este punto, no gana cuando establece mecanismos artie (grandes y vistosos planos secuencia, bellas puestas de cámara en los interiores, travellings extensísimos que recuerdan al Tarkovsky de Stalker o de El espejo), es decir, cuando su puesta en escena se despliega como pavo real para la adoración, sino cuando es austera y precisa en sus alcances.
Hay una de las herramientas narrativas que es utilizada con notable inteligencia, pero es, quizás, la única verdaderamente lograda: la contraposición entre planos fijos o móviles dada por una puesta de cámara siempre controlada, en foco, sin movimientos bruscos, por un lado, y una cámara en mano inmóvil, vital, inquieta, por otro. Justamente ahí en donde uno podía sospechar del formalismo vacío, Reygadas otorga a sendos movimientos una identidad y una asociación a sus personajes.
No es casual que los adultos de la comunidad menonita en donde suceden los hechos estén percibidos por medio de una puesta límpida, ascética, centrada: hay en ese autocontrol de la cámara un perfecto desplazamiento del autocontrol represivo de los integrantes de la comunidad, pero más específicamente su protagonista. Ese pequeño hallazgo hace que en pocos planos de la película haya más claridad que en toda la obra anterior del director juntita, justamente porque ha sabido encontrar en el procedimiento un medio para dialogar con el mundo que recorta o crea.
Como contraparte de ese mundo represivo, el mundo de los niños, visto desde una perspectiva diferente, con una cámara salida de eje, fuera de toda atadura, liberándose hacia la cámara en mano, hacia la desprolijidad y los planos más cortos en vez de los planos-secuencia con travelling y steadycam.
Al mismo tiempo, lamentablemente, el recurso se desdibuja, se apaga, se borra y deja paso a una pretensión que la misma película no tiene con qué sostener en pie. Sea por eso que el manotazo-homenaje va de la mano con Dreyer y más específicamente con Ordet. Hay, en esa actitud de glosa descarada a la obra del director danés, una necesidad de sostener con solemnidad y sorpresa lo que formalmente no puede reformularse. Ahí, en ese límite, es en donde el cine de Reygadas deja paso a la técnica para que esta actúe sola, con la autonomía de los movimientos automáticos, simétricos, perfectos, pero también vacíos: Reygadas nos recuerda esa esterilidad con sus simétricos planos de inicio y de final de la película.