Un Macbeth imponente
Con una puesta en escena verdaderamente imponente, esta adaptación de la tragedia shakesperiana capta su espíritu y su grandeza poética con notoria elocuencia
En Macbeth, la sangre no es sólo una metáfora: es física, corpórea, emana de las heridas de los asesinados, inunda el escenario, es viscosa, densa, pegajosa y el agua no la limpia de los rostros manchados ni de los puñales de los asesinos. Y es natural que lo domine todo, ya que constituye el tema central de Macbeth aunque adopte múltiples significados. Es la concreta sangre que ilustra el crimen y la que emponzoña las densas pesadillas de los que asesinan o planean hacerlo, empujados por la codicia del poder que ha azuzado el vaticinio de las hechiceras y se alimenta de la incesante manipulación de una esposa frustrada. El crimen en Macbeth se impone como un destino: no hay elección; es inevitable.
Los rojos filtros de luz que tiñen con tanta frecuencia las imágenes de esta nueva versión de la tragedia más cruel de Shakespeare logran captar su espíritu y su grandeza poética con notoria elocuencia. La adaptación conserva respetuosamente las palabras del original teatral aun corriendo el riesgo de que haciéndolo los diálogos o los soliloquios, si bien puestos en boca de actores tan expresivos como los de este elenco encabezado por los admirables Michael Fassbender y Marion Cotillard, pierdan a veces espontaneidad y naturalidad, y cedan a cierta grandilocuencia, a la que también contribuye la omnipresente música de Jed Kurzel.
Sin duda, el realizador australiano ha puesto especial atención en la puesta en escena, verdaderamente imponente, apoyado en las imágenes elaboradísimas de Arkapaw y en un descollante diseño de producción que ha sabido explotar al máximo los escenarios naturales. Más allá de la vibración que ha sabido extraer de sus actores, es el lenguaje visual uno de los puntos fuertes del film. Al rojo de la sangre y el ocre de la bruma que envuelve esta Escocia medieval hay que sumar el oscurecimiento que avanza sobre las escenas que ilustran el sostenido y paulatino ascenso a la locura del protagonista, enceguecido por el cumplimiento de un siniestro destino que, al mismo tiempo, representa para él una forma de liberación.
De Fassbender y Cotillard hay que destacar lo que puede considerarse uno de sus principales logros: haber evitado la teatralidad que asomaba como uno de los principales peligros, habida cuenta de que la adaptación elegida para esta relectura shakespeariana invitaba más de una vez al énfasis. Fue un gran acierto confiarles a ellos dos personajes que tanto expresan sin necesidad de apoyarse en las palabras: ella, con el rostro angelical de una Lady Macbeth de maternidad frustrada y corazón carcomido por la codicia y la culpa. Él, con la potencia de su mirada y los mil matices de un carácter en constante metamorfosis y en la que tanto caben la vulnerabilidad de un esposo dubitativo y sensible a los deseos de una mujer manipuladora como la crueldad implacable de un tirano.
Y en cuanto a Justin Kurzel, además de su sensibilidad plástica y la seguridad de su lenguaje narrativo hay que destacar su valentía. No sólo por abordar un clásico del peso de Macbeth, sino sobre todo por sobreponerse a la comparación, inevitable, con algunos grandes cineastas que lo precedieron en la tarea: Orson Welles, Kurosawa, Polanski.