Adaptar o no adaptar, el eterno dilema.
Cuando Shakespeare escribió que “todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres, meros actores”, no estaba siendo del todo justo. Por supuesto que, como hace la mayoría de los poetas la mayor parte del tiempo, estaba hablando metafóricamente, y es así como debe leerse: no como una verdadera afirmación sobre la teatralidad de la vida sino como una imagen que nos interpela para pensar en la naturaleza de la misma. Pero aún así, una lectura literal también ofrece una observación interesante: ¿qué ocurriría si toda escena de la vida contará con la teatralidad de las artes dramáticas? Quizás entonces las adaptaciones de las obras de Shakespeare a películas serían menos desafiantes, y por lo tanto mucho mejores.
La última adaptación de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel y protagonizada por Marion Cotillard y Michael Fassbender, tiene algunos grandes aciertos. La fotografía, a cargo de Adam Arkapaw, es impecable sin ser demasiado prolija, con una cuota de innovación que la hace destacable. Todo plano parece no una foto sino más bien un cuadro, con un uso de luces amarillas y naranjas que crea un clima en el que uno rápidamente se encuentra envuelto. La cámara lenta, usada en los momentos más dramáticos y dinámicos de la historia, ayuda a crear esta atmósfera. Allí está el mayor logro de la película: el de crear una suerte de halo de misterio. Al final, la iluminación termina contando más sobre la ambición y la culpa que atormenta a Macbeth que las palabras de los mismos personajes.
Pero el conflicto que hace que la película no pueda ir mucho más allá de sus triunfos visuales es, justamente, el de la lentitud con la que se desarrolla el conflicto de la historia. En lo que falla Kurzel es en su entendimiento de la lógica teatral, en saber leer los tiempos de una obra cuyo ritmo atrapante claramente no supo capturar. Es aquí donde las mismas palabras de Shakespeare son pertinentes: la vida no es un escenario porque lo que sucede arriba de él tiene reglas propias, reglas que, en esta adaptación cinematográfica, no se supieron comprender. Porque la realidad es que la película en ocasiones es, lisa y llanamente, aburrida. Hay una solemnidad que reina en cada escena que no se corresponde con el tipo de obra que Shakespeare escribió, donde el espectador era un hombre común que se maravillaba ante cada giro en la trama. En soliloquios tan fantásticos como el de Lady Macbeth -“ni todos los perfumes de Arabia endulzarán estas manos”- el tono es el mismo que en el diálogo mucho más irrelevante de dos soldados a punto de luchar. Pareciera haber un profundo desinterés por los ritmos detrás de cada línea, lo cual hace que todo suene igual y nada sea particularmente interesante.
Macbeth es un claro ejemplo de cuán difícil puede ser adaptar un clásico teatral, donde cierta similitud entre el teatro y el cine puede engañar a cualquier descuidado y hacerlo creer que no es necesario tanto trabajo en una adaptación. Pero lo es, y para que la misma sea exitosa del todo, no solo es necesario entender el lenguaje cinematográfico, sino también el teatral.