Mucho ruido y poco libreto
No eran batallas por comida ni por agua: eran guerras por gasolina. Nadie podía tomarse muy en serio las fantasías futuristas de la vieja trilogía de Mad Max, hiperviolentos entretenimientos trash, despliegues de motores, tachas, músculos, explosiones, parajes desérticos, muertos al por mayor y demencia cyberpunk. Llámese falta de ideas, búsqueda de nuevos horizontes, ejercicio de nostalgia o convicción vintage, Mad Max resurge, y de qué manera. 150 millones de dólares fueron invertidos en esta mega-superproducción, que recoge el espíritu de las de antaño y pone tras las cámaras incluso al mismo director, George Miller, hoy con setenta años.
Se plantea aquí el comienzo de una nueva trilogía. Siete taquilleras Rápidos y furiosos son una prueba más que contundente de que la gente es adicta a los ruidos de los motores, a las persecuciones y a los vehículos XL, y qué mejor idea para seguir burlándose del calentamiento global que plasmando un apocalipsis plenamente motorizado, donde la moral y los valores se han perdido hace tiempo pero la fiebre por la velocidad y el combustible se mantiene intacta.
El comienzo es imponente y perfecto, la estética desértica y un intenso colorido inunda la pantalla, el protagonista es inmediatamente apresado, esclavizado y utilizado literalmente como bolsa de sangre por los villanos que, en su delirio, creen que las transfusiones de sangre de loco los vuelven mejores guerreros. La aparición de los primeros vehículos, de personajes que se quieren matar todos entre sí, villanos siempre feos, –cuanto más deforme el personaje, más malo es– y un protagonista extremadamente vapuleado (en pantalla y por los fantasmas de su pasado) suponen un adictivo festín anárquico. Durante la primera mitad de película se despliegan notables secuencias como una tensa pelea cuerpo a cuerpo, en la que una cadena impide la movilidad plena del protagonista, y la increíble entrada de un vehículo a una tormenta de arena con relámpagos incluídos supone un vuelo imaginativo deslumbrante y vistoso.
Lamentablemente la película se gasta todas sus fichas en su primera mitad. Desde entonces todo empieza a sonar repetido: un guitarrista que viaja sobre la plataforma de un vehículo, machacando riffs distorsionados para aportarle actitud a la llegada de los villanos, puede parecer una ocurrencia genial la primera vez que se lo ve, pero ya en su cuarta aparición se torna cansino –y además al menos una de esas cuatro veces podrían haberse sincronizado sus movimientos con la música que suena–, la segunda vez que un personaje engulle un bicho tiene menos gracia aún que la primera y cuando los protagonistas deciden desandar el camino recorrido y volver a su punto de origen se confirma que de ahí en adelante no habrá nada nuevo para ver. Y así es.
Pero quizá lo más molesto de esta segunda mitad sea el perfil pretendidamente feminista del planteo, que da cuentas de un feminismo mal entendido o peor, de una visión sumamente paternalista sobre el tema. Un grupo de mujeres escapa de la opresión de un déspota que las reduce a simples objetos sexuales y de reproducción, y lo hacen incluso bajo el lema "no somos objetos", pero como veremos más adelante, son incapaces de urdir un plan de supervivencia medianamente aceptable y tiene que venir el loco Max para liderarlas, encaminarlas y darles un objetivo coherente, al que adhieren obedientes y sin chistar.
Coherentemente con la vieja trilogía, el guión es básico y prácticamente inexistente. Esto podría parecer innecesario para una película que es acción y más acción, pero se echa en falta un trabajo de personajes, una explicación mínima de sus motivaciones, un desarrollo coherente que explique sus cambios y transiciones. Es el problema de volcar tantas energías en ciertos aspectos de una película descuidando otros, igual de importantes.