Circo, afro, circo, afro...
Las películas de animación digital para toda la familia son uno de los últimos refugios seguros (junto con las películas de superhéroes) a los que puede acudir la industria hoy para tener un éxito relativamente garantizado. Estas películas cuestan mucho, pero también recaudan mucho, sobre todo desde que se instaló nuevamente el 3D. Y más seguro todavía para garantizar taquilla que una película digital animada para toda la familia es la secuela de una película digital animada que ya haya tenido éxito en sus entregas anteriores. La multiplicación de partes 3, 4, 5... suele llevar al estancamiento. Por más interesantes que puedan llegar a haber sido las primeras partes de estas sagas, las siguientes suelen ser (con la honrosa excepción de Toy Story) gradualmente peores. Se trata de una apuesta fundamentalmente conservadora: por más alocada y disparatada que haya sido la primera película, las secuelas son necesariamente un esfuerzo por repetir algo que se percibe como la fórmula que permitió el éxito inicial. Y en cine las fórmulas pueden resultar muy peligrosas. Por eso es todavía más llamativo el caso de Madagascar 3: Los fugitivos.
Aunque siempre con un producto digno, Madagascar no fue ni la primera ni la más interesante ni la más exitosa de la familia de películas que se le parecen, pero ahora, al llegar a su tercera parte, de pronto adquiere una identidad y una soltura que nunca antes tuvo. El hilo de las secuelas parece haber llegado ya tan lejos de su origen que al alcanzar la estratósfera Madagascar encontró por fin la libertad que necesitaba.
Los personajes siguen siendo los mismos: aquellos de la primera Madagascar que atravesaron la segunda como si casi no hubieran pasado por África. El conflicto sigue siendo, en teoría, el mismo: la lucha de estos animales de zoológico por volver a su viejo hogar en Nueva York. Pero lo que vemos en esta película es otra cosa. Y el espectador se da cuenta de entrada. Madagascar 3 arranca donde había quedado la anterior: el león Alex despide a los pingüinos, que se alejan volando en uno de sus inventos para ir a Montecarlo y ganar suficiente dinero en el casino como para volver y llevar a todos de vuelta a Nueva York. Es el arco que venía desde la primera parte. Pero al minuto de película vemos que Alex se empieza a poner nervioso porque los pingüinos no vuelven a buscarlos y entonces, desesperado, reúne a todos sus amigos y los convence de que tienen que ir a Montecarlo a buscar a los pingüinos. Corte. De pronto aparecen los cuatro frente a las costas de Montecarlo. ¿Qué pasó en esa elipsis? Madagascar 3 se despide de todos sus lastres y se lanza a la diversión. ¿Cómo llegaron los animales ahí? Tienen esnorquel. ¿Vinieron buceando desde África? ¿Importa realmente? Por supuesto que no. Pero la consecuencia es evidente: si pudieron llegar buceando de África a Montecarlo por su cuenta, por el mismo mecanismo podrían llegar alegremente a Nueva York y ahorrarnos toda esta película. Pero no lo hacen. No lo hacen porque en ese corte, en ese salto de África a Europa Madagascar decide dejar atrás todo parámetro geográfico realista (un elemento que había sido fundamental en la dos entregas anteriores) y lanzarse a los colores, la diversión y la aventura.
Lo que sigue (que es toda la película) es una serie casi inconexa de pequeñas aventuras pintorescas, cargadas de personajes nuevos, de estereotipos como solo los estadounidenses son capaces de generar sin ningún tipo de vergüenza, de persecusiones con el gran hallazgo del personaje de la malvada policía francesa que los persigue de forma obsesiva a lo largo y ancho de dos continentes. Todo estalla, finalmente, con los hermosos números de circo: pura abstracción y color, felicidad y música como solo la animación liberada de cualquier preocupación realista es capaz de generar.
Libre hasta de su propia nostalgia por el hogar, Madagascar por fin se divierte con lo que tiene y nos lleva en un viaje divertido y liberador.