Superficies de placer.
Así como vivimos en una sociedad ridícula en la que por un lado está legitimada la venta del tiempo/ esfuerzo particular, a ojos de la mayoría, y por el otro el comercio del cuerpo es visto bajo un signo negativo, por supuesto por esa misma mayoría que consume a pura hipocresía los productos del capitalismo sexual, películas como Magic Mike (2012) son en extremo necesarias porque analizan -desde la distancia que habilita el arte- esta confluencia social entre “trabajo” y “prostitución”. De hecho, aquella pequeña gran maravilla de Steven Soderbergh empardaba ambas comarcas y ponía de manifiesto las latencias positiva y negativa en torno a dos planos que en la vida diaria equivalen a la explotación de siempre.
La desaparición de los límites que establece el prejuicio berreta, y su unión en el esquema de la “carrera profesional”, constituían el marco conceptual de una estructura sencilla que giraba alrededor de la premisa del docente superado por su alumno, ahora en el ecosistema de los strippers de Tampa, Florida. En Magic Mike XXL (2015), Soderbergh le pasó la posta a Gregory Jacobs, uno de sus asistentes históricos, y si bien la obra no llega al nivel de su antecesora, aún conserva el encanto y hasta reproduce sin mayores problemas ese ideario sexploitation que evita la banalidad del Hollywood contemporáneo, resaltando la dimensión humana y las correlaciones entre las quimeras laborales y “el trabajo que paga las cuentas”.
Podríamos decir que esta secuela se adueña del engranaje prototípico de las franquicias que se contentan con escribir un comentario o “nota al pie” con respecto a la original, léase el sacar del centro de la escena a figuras otrora fundamentales para concentrarse en el protagonista y construirle un relato acorde, el cual paradigmáticamente esquiva el cliché de la continuación clásica y toma la forma de un devenir colateral. Así las cosas, hoy vuelan los personajes de Matthew McConaughey, Alex Pettyfer y Cody Horn mediante excusas varias, y la trama nos presenta el viaje/ reunión de Mike (Channing Tatum) con sus colegas strippers para una “actuación de despedida” en una convención del rubro en Myrtle Beach.
A pesar de los faltazos delante y detrás de cámara, la propuesta se sostiene bastante bien por una sabia combinación entre elementos conocidos (el acento naturalista y una fotografía despojada, de tonos sepias) y algunos novedosos (la convivencia grupal adquiere un rol decisivo, junto al reemplazo de la obsesión estética de antaño por el arte del lap dance). Precisamente, la historia adopta el armazón de las road movies para ofrecernos una serie de viñetas que unifican el desarrollo dramático y esa “danza estrella” -de índole onanista/ vinculada a la cópula- que hace del contacto entre el pene y la vagina un show bizarro, por suerte obviando la nostalgia del crepúsculo individual y exaltando el placer de la vocación.
Nuevamente dos de los puntos a favor del convite pasan por la inversión de la dialéctica tradicional de los géneros masculino y femenino, y el retrato de la estupidez de las mujeres en materia de consumo de productos aparatosos, de una genitalidad rimbombante, como los aquí analizados, demostrando que las señoritas y las señoras no tienen nada que envidiar a los hombres más babosos y sexistas. Los regresos de Tatum, cuyo mejor film sigue siendo Foxcatcher (2014), y de Reid Carolin, guionista de la primera, suman consistencia a un opus ameno que conoce sus limitaciones y no pretende ser más de lo que es, circunstancia que puede leerse como una jugada sincera y eficaz en pos de aquella satisfacción laboral…