OTRA CASA EMBRUJADA
Con un pasado traumático a cuestas, una familia abandona su pueblo y se muda al número 32 de la calle Malasaña, en Madrid. El año es 1976, y en una España que transita hacia la democracia, el piso en ese barrio madrileño aparece como la oportunidad para establecerse y construir un futuro. Pero los espectadores sabemos que no va a ser así: el prólogo, situado cuatro años antes, lo dejó en claro a base de golpes de efecto, una anciana monstruosa y unos niños escapando aterrorizados del lugar; la misma casa en la que Manolo, Candela, el abuelo y los tres hijos acaban de instalarse.
El horror no va a tardar en manifestarse e insistir, porque lo que no le falta a la película del catalán Albert Pintó es ritmo. Las secuencias avanzan con fluidez a través de un clima opresivo que va invadiendo todos los ambientes de la casa. No hay nada nuevo en el procedimiento, y pareciera que el director tampoco buscara despegarse del tópico “casas embrujadas”. Desde el vamos es claro lo que sucede: hay un espíritu que no va a dejar en paz a la familia hasta conseguir lo que quiere, y eso que quiere es lo menos importante; la revelación que a veces puede ser demasiado enrevesada o antojadiza, como finalmente ocurre. Lo que le importa a la película es el salto constante en la butaca (aunque en realidad sea una silla con un tapizado viejo en el comedor, pero preferimos el gesto nostálgico), y en buena medida lo consigue. Al menos en el sentido físico y estricto, porque apela a todos los trucos de cámara y de sonido del manual de películas de terror, y aunque uno trate de distanciarse y de ver los hilos (una tarea que no demanda mucho esfuerzo), el sobresalto es inevitable. Como en esos videos que circulan por Internet, que se demoran en un plano tranquilo y de repente irrumpe algo horrible que nos sacude el corazón. Un efecto básico y letal, que en esta ocasión funciona hasta que pierde por acumulación, porque incluso las puertas que se cierran manualmente o los cortes entre una escena y otra están remarcados desde el sonido, como una versión macabra y molesta de La ley y el orden.
Pintó tiene pulso para narrar y talento para una puesta en escena que convierte a la casa en un personaje más, pero son los personajes de carne y hueso los que complican las cosas, sencillamente porque es difícil preocuparse por ellos. Hay conflictos que aparecen entre los miembros de la familia, y también conflictos que cada uno vive de manera personal, pero esas líneas nunca llegan a convertirse en un todo que genere preocupación. Personajes como el abuelo o como Pepe, el hijo mayor, no logran hacer pie en la trama, que se acuerda de ellos de manera arbitraria. El caso del abuelo es ejemplar, porque su presencia no parece tener mayor relevancia que la de ser un viejo senil con una corporeidad ideal para que el terror descanse en otro frente, y no se presente solo a partir del espíritu que habita la casa. Ese espíritu, encarnado en una anciana decrépita de extremidades larguísimas (interpretada por Javier Botet, un especialista en este tipo de personajes), es un monstruo bastante efectivo, quizás el mayor hallazgo de la película. No hay ninguna novedad, lo mismo que la desaparición de Rafael, el hijo menor, en una dimensión intermedia al estilo Poltergeist o La noche del demonio, pero igualmente cumple.
Si Malasaña 32 no termina de funcionar, es porque se apega demasiado al reglamento y no se permite crecer con libertad. Hace un recorrido por los lugares conocidos del género pero en ningún momento se sale del camino pautado, ni tampoco se anima a reformular o discutir esos tópicos. Todo transcurre de manera sobresaltada, pero finalmente rutinaria, y la vuelta de tuerca (que añade un subtexto interesante sobre la cuestión trans, algo poco habitual en este tipo de producciones) aparece como un capricho que incluso, hacia el final, suspende el verosímil en función de una nota sacrificial un tanto brusca, que deja una sensación de “ah, no era tan difícil”. Una conclusión tranquilizadora, seguida de la típica secuencia que nos dice que el mal nunca muere realmente. Lo que sí muere son las esperanzas en un cine de terror español que supo tener su brillo, y que ahora no es más que una lamparita parpadeante al final del pasillo.