Sacrificio por conocimiento.
A priori contábamos con dos factores que parecían augurar que la remake hollywoodense de Martyrs (2008) superaría visiblemente el espectro de calidad del terror mainstream contemporáneo. En primera instancia teníamos la obra de base, una película visceral y casi surrealista que llevaba al extremo ese viejo axioma del género centrado en el hecho de que el sadismo y la locura del ser humano no tienen límites, y que por lo tanto la venganza subsiguiente tampoco debería tenerlos. En segundo lugar estaban los encargados de la adaptación, los hermanos Kevin y Michael Goetz, quienes venían de entregar la muy interesante Scenic Route (2013), aquel análisis furioso sobre una amistad en proceso de autodestrucción. A pesar de las promesas acumuladas, una vez más nos topamos con una oportunidad desperdiciada vía el conservadurismo y la mediocridad de los productores.
En su primera mitad Martirio Satánico (Martyrs, 2015) funciona como una suerte de traslación escena por escena de la original y luego se vuelca, ya en la segunda parte, hacia lo que podríamos definir como una exégesis light y complaciente del “porno de torturas” existencialista de antaño. De hecho, el guión en piloto automático de Mark L. Smith licua todo el poderío malsano del trabajo de Pascal Laugier y no incorpora ninguna novedad significativa, para colmo reemplazando a buena parte del gore por una imaginería católica redundante y al lesbianismo por un vínculo algo ingenuo. La prolijidad de los realizadores no llega a compensar el sustrato anodino de la obra y pone de relieve la ineficacia industrial incluso para reinterpretar films autóctonos, como lo demuestra la olvidable Cabin Fever (2016), aunque en este caso el opus de Eli Roth no pasaba de ser una propuesta bobalicona.
La trama sigue al pie de la letra el mismo camino trazado con anterioridad: Lucie (Troian Bellisario) huye desde un galpón abandonado de lo que parece haber sido una serie de tormentos, los cuales la condenan a una alienación que dura años y años. Ya adulta, emprende la revancha de turno cuando encuentra a la familia responsable, asesinándola en su totalidad y después solicitando ayuda a su amiga Anna (Bailey Noble). Entre el llanto, los fantasmas del dolor arrastrado y el trajín de desechar los cadáveres, caen de improviso en la sede de la masacre algunos “allegados” de los finados, hablamos de los miembros de una secta obsesionada con transformar lo que sería una simple víctima en un mártir con todas las letras. Obviando las ironías sociales de fondo, esas mismas que Laugier utilizaría con mayor inteligencia en The Tall Man (2012), la película se pierde en su propia asepsia.
Resultan muy reveladoras las diferencias en cuanto a los mecanismos de administración del sufrimiento: mientras que la original, y casi todos los exponentes del extremismo europeo, prefieren la dialéctica artesanal de los puños y las armas blancas, aquí el horror norteamericano de nuestros días deja entrever su cariño hacia recursos más “limpios” como la electrocución y el fuego (una escena con un taladro a la distancia también lo confirma). El desempeño del elenco es relativamente potable aunque la presencia de algunos clichés vacuos -referidos al rescate de una nenita- terminan conspirando en contra de ese tono humanista que pretende sustituir a la sordidez estrambótica del opus galo. Vale aclarar, en tanto punto a favor, que el film por lo menos se autodefine como una versión enajenada del sacrificio que reclama el conocimiento, por más que sea el más difuso y “trascendental”…