PERDIDA EN SUS JUEGOS FORMALES
Emilia llega a un albergue en el medio de la selva, en la frontera entre Argentina y Brasil. Su tía, quien maneja el lugar, no parece estar interesada en que ella esté ahí, ni tampoco parece querer ayudarla a dar con el paradero de Mateo, su hermano, que desde hace un tiempo no contesta las llamadas. Al mismo tiempo, varias mujeres del lugar aseguran haber visto a una bestia, “el espíritu de un hombre malo”, y eso pone en marcha una cacería con tintes religiosos.
A partir de esa premisa, Agustina San Martín busca articular no tanto una historia sino más bien una experiencia, con una puesta en escena entre brumosa y espectral, donde el calor y la selva se vuelven palpables. Hay una dimensión simbólica que se da a partir de la presencia de esa bestia, y que abre a su vez una dimensión política, donde palabras como “varón” y “miedo” no son casuales. También aparecen el sexo, la pérdida, y la familia como institución puesta en crisis.
La ambición de la película es evidente y para nada reprochable. El problema se da cuando, en esa búsqueda por sumar capas de sentido, la directora se pierde en un juego donde los temas nunca terminan de convivir con la forma. Los planos fijos y los planos excesivamente largos van arrastrando a la película al terreno del hastío, y a pesar de un trabajo logrado para crear esa atmósfera donde la naturaleza y la muerte se confunden, la experiencia termina siendo decididamente fallida.