Una vez por año, el inmenso Woody Allen nos regala una aventura de fuerte arraigo urbano. Esta vez, siguiendo con sus afinidades citadinas, retrata como ninguno a la ciudad de París.
Hay algo especial a la hora de la medianoche, en aquel instante arbitrariamente señalado para determinar el fin de un día y el comienzo de otro; en ese detalle sobradamente indescriptible que contiene tanto mística como magia. Tal vez por ello, Medianoche en París, flamante película de Woody Allen, siga a un joven escritor, Gil (Owen Wilson), y a su novia, Inez (Rachel Mc Adams), en una visita a la bellísima capital francesa, cuyo contexto horario sea el ligado al advenimiento de criaturas sobrenaturales: el apogeo de la oscuridad. Allí, el protagonista viajará todas las noches años atrás en el tiempo para obtener asesoramiento y la amistad de los genios literarios de la época. Esta muestra cinematográfica de Allen, cada vez más cerca de su propia redefinición como artista, sigue en su inagotable factoría del continuum, ofreciéndole al mundo la notable producción de una película por año.
Después de Vicky Cristina Barcelona, los colores de este filme están ligados en forma directa con los efectivamente utilizados en territorio catalán. Esa paleta de color beige y marrón logra una belleza en su interpretación de una París notable, prosiguiendo, además, con su trip internacional luego de, también, la Londres retratada con Match Point o la mencionada Barcelona de Scarlett Johansson, Penélope Cruz y Javier Bardem. A su modo, el de Medianoche en París es el guión más original que ha escrito desde entonces. Se ve, por momentos, y ahí radica la dialéctica de su obra, como uno de sus cuentos clásicos –mezcla de las The funny ones, caso La Mirada de los Otros, Ladrones de Medio Pelo o, mismo, el episodio de Historia de Nueva York, Oedipus Wreck, con el exquisitismo estético de las últimas-, sostenido en esa falta de lógica formal que lo caracteriza, llena de enrosques absurdos y chistes afines.
Las actuaciones, en su mayoría, son correctas, sin embargo hay alguien que sobresale notoriamente, y ese es Adrien Brody, en su magnífico papel como Salvador Dalí. Por su parte, Owen Wilson cumple pero intenta, aquí, parecerse demasiado y actuar como el mismísimo Woody Allen. Como punto alto, vale mencionar que las imitaciones de todas las grandes figuras históricas –Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Henri Matisse, entre muchos otros- se ven exactamente igual que en la vida real.
Esta es una película que, de seguro, no defraudará a cualquier espectador o aficionado al gran Allen. Es cierto que no se aproxima explícitamente hacia alguno de sus largometrajes en particular, pero está, sí, un paso adelante de, por ejemplo, El sueño de Cassandra, Conocerás al hombre de tus sueños e incluso a Scoop y a la muy recomendable, hace poco estrenada en territorio argentino, con el protagónico de otra bestia del stand-up comedy: Larry David, Que la cosa funcione. Sin embargo, si el deseo es el de disfrutar al Woody Allen crítico del psicoanálisis y la psiquiatría, al superador nato de Ingmar Bergman, al destructor de ciertas muecas sociológicas, habrá que recurrir a Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Crímenes y Pecados, etc.
Desde el exuberante montaje de las escenas de apertura se destaca una Francia intensamente pintoresca, funcionando como una suerte de carta de amor a la Ciudad de las Luces. Medianoche en París es, entonces, una comedia romántica de marcados tintes surrealistas con ingeniosos gags cómicos, determinando, en consecuencia, una historia creativa con una hermosa imagen de la urbe. La pregunta que surge, después de contrastar a su creador con el resto de sus contemporáneos, y es que siempre hacen falta popes para marcar el pulso de las cosas, es si quedan cómicos geniales en el cine actual. Pues, quizá, resulte que Woody Allen sea el último. En efecto, hay que disfrutarlo bajo cualquier circunstancia, hasta que por fin acabe de una vez por todas con la cultura, terminando, con ello, inclusive, con uno de sus máximos creadores y desconstructores: él mismo. Y es que, por más descabellado que aparente, Woody puede hacer y deshacer lo que quiera en París, Nueva York, Barcelona, Londres o Buenos Aires, porque lo sabe absolutamente todo, a la misma altura que las figuras míticas que recupera y hace alusión en Medianoche en París.