El proceso de asimilación.
Consideremos por un momento el lento deterioro retórico de los tanques hollywoodenses durante los últimos lustros y la banalización que trae aparejada, en especial en términos de la anulación del vigor discursivo del pasado en favor de una corrección política que la va de “canchera” pero que casi siempre resulta insulsa. La violencia y el sexo, a la par de la contextualización que la industria le asigna a ambos tópicos, son los barómetros principales a la hora de juzgar en qué situación estamos: desde los films de superhéroes hasta los péplums refritados a puro CGI, nos encontramos con un tono neutro que pretende dejar a todos contentos y nada tiene que ver con las hermosas barrabasadas formales de décadas anteriores (pensemos en la violencia pasteurizada actual -esa que no muestra los efectos dolorosos de su accionar- o en la ausencia total de desnudos y/ o una mínima corporalidad).
De hecho, comparando el insípido estado del arte contemporáneo con representantes no muy luminosos de otros períodos, uno hasta llega a ver con buenos ojos -por ejemplo- a aquellos mamotretos de superacción de los 80 y 90, los cuales por lo menos se hacían un verdadero festín en torno a las bravuconadas de la derecha más hueca y aparatosa, lo que sin duda está mucho más cerca de esa furia imparable que debería primar en el ámbito artístico en general (el cine para “señoritas y señoritos” aburre en función de su levedad inofensiva y su ideología de amplitud multitarget). Mente Implacable (Criminal, 2016) invoca de manera explícita aquellas premisas ridículas de antaño y lo hace elevando el nivel de una incorrección que incluye algo de brutalidad seca y una tanda de asesinatos de pobres diablos y autoridades estatales de diverso calibre, un esquema sorprendente por estos días.
Haciendo gala de referencias a Contracara (Face/Off, 1997) y El Hombre del Jardín (The Lawnmower Man, 1992), aquí el relato invierte el destino de Ryan Reynolds en la reciente Inmortal (Self/less, 2015): si antes era el receptor de la conciencia de otro personaje, hoy es él quien traspasa su intelecto y memoria a un tercero, en este caso nada menos que un psicópata/ presidiario muy rústico interpretado estupendamente por Kevin Costner. Desde ya que el trasfondo narrativo está vinculado a una nueva proeza en pos de detener a un villano que pretende consignarnos a esa anarquía que tanto temen los norteamericanos, todo con Tommy Lee Jones y Gary Oldman como los artífices de la transferencia de conexiones neuronales. La película ofrece un retrato del proceso de asimilación de turno y nos regala muchas escenas de acción alrededor de los intentos cruzados por controlar al protagonista.
A decir verdad no estamos ante ninguna joya de séptimo arte -ni nada que se le parezca- y en ocasiones los 113 minutos del metraje se sienten un poco gratuitos, sin demasiada justificación dramática, no obstante la virulencia del personaje de Costner y el modo en que se mofa a lo bestia de los referentes de la CIA constituyen elementos disruptivos a favor de la propuesta. El director Ariel Vromen no llega al excelente nivel de su opus anterior, The Iceman (2012), pero aun así tiene el buen tino de sacarle el jugo al guión descontracturado de Douglas Cook y David Weisberg, un dúo cuyo trabajo más recordable hasta este momento era La Roca (The Rock, 1996), aquel otro baluarte de la testosterona delirante de tiempos no tan lejanos. Qué lástima que los estereotipos ya no estén al servicio del absurdo más desprejuiciado y films como el presente sean las excepciones en la trivialidad actual…