La perfección superflua y fingida siempre se paga con un alto costo. Eso lo descubrirá el multimillonario Robert Miller (Richard Gere) quien poco después de cumplir sesenta años y en medio de un bancarrota que intentará cubrir de sus familiares, socios e inversionistas, se ve envuelto en un accidente -resuelto con poca precisión desde lo técnico y visual- en el cual fallece su joven amante. A partir de allí se propondrá ocultar todos los rastros que lo unen a esa trágica noche y a su vez vender su imperio financiero antes de que el fraude y los números manipulados salten a la luz.
La obviedad de la doble vida del protagonista es tan evidente que la esposa engañada (Susan Sarandon) no genera ni la más mínima pena sino todo lo contrario. Su vida es acomodada y decide callar para seguir disfrutando las mieles de la fortuna que amasa su marido. Que la amante del sexagenario en busca de nuevas emociones sea una artista plástica de acento exótico es otro de los clichés que la película decide utilizar.
Gere tiene tan pocos recursos actorales que es admirable que se haya mantenido vigente en la industria del cine durante tantas décadas. Por otro lado, Hollywood está siendo injusto con Sarandon: es una gran actriz que desde hace un par de años no logra encontrar un rol que haga justicia a su talento y trayectoria.